The Cat and the Mutton





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Salsifí, escorzonera, tarinetes, ¿alguien sabe de qué hablo?

El paseo desde el hotel donde nos tenían alojados, el Town Hall, hasta el lugar que habíamos elegido para cenar fue lo bastante corto como para no cansarnos pero suficiente para despejarnos la cabeza después de una intensa jornada laboral. Unos quince minutos de caminata tranquila, con las solapas subidas y las manos en los bolsillos, disfrutando del confort que proporciona un abrigo ligero en este otoño sin excesos a principios de diciembre en Londres.

The Cat and the Mutton lleva abierto desde el siglo XVII cuando, según su página web, era el establecimiento de referencia para los pastores y labradores que acudían a vender su producto a la capital. Los muros de ladrillo superaron la degradación y el empobrecimiento en la que se sumió el barrio durante la época Victoriana y ha resurgido hace menos de una década como ejemplo del tipo de locales que se oferta en el nuevo East End. El barrio de las putas, de las fábricas, de Jack el Destripador, es ahora uno más de esos emplazamientos multiculturales donde lo marginal se ha reinventado en cool.  
Una camarera, guapa de revista, nos condujo a una mesa de madera, larga y rectangular, que compartimos con tres parroquianos: o sea, jóvenes treintañeros, profesionales liberales, arreglaos pero informales. Probé los Steamed Mussels, Bacon, Leeks, Cream & Garlic, unos mejillones preparados al estilo belga, con salsa cremosa de cebollita picada, pero sin frites, y una deliciosa tosta de sardinas braseadas. Como plato principal opté por una chuleta de cordero con guarnición de verduras: concretamente, la Barnsley Lamb Chop, Roasted Salsify & Potato, Red Chard. Nunca antes, que yo sepa, había comido salsifí; en el plato lo confundí con una zanahoria primorosamente formada y no fue hasta que le hinqué el diente que me di cuenta de que era otra cosa, menos dulce, menos sabrosa, distinta… También llamada escorzonera o tarinete, según varias páginas que he consultado tiene multitud de usos medicinales y terapéuticos, aunque su consumo no está demasiado extendido. ¿La conocéis vosotros?

Corner Room (Town Hall Hotel)





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En el restaurante del hotel Town Hall de Patriot Square el chef portugués Nuno Mendes, una suerte de gurú culinario del East End londinense, se afana por montar propuestas de vanguardia que estimulan mucho más la vista que el paladar. Todo es bonito en este minúsculo rincón, desde el conjunto de lamparitas retro hasta la composición de unos platos que, aunque imaginativos, no me impresionaron en absoluto. Buen ejemplo es el bacalao con porridge de almejas, donde la omnipresencia del perejil no permitía destacar al resto de ingredientes. Lo mejor de la cena, aunque sin aspavientos, el postre: uno profiteroles de calabaza, suaves, elásticos y refrescantes.  



Casa Federico (Les Marines)





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Como otras virtuosas de la gestión del tiempo que han combinado tener familia numerosa y carrera profesional sin volverse tarumba, mi madre tuvo en la olla exprés su mejor aliada durante los años que sacrificaba su media hora del café para correr a casa a preparar comida para seis. Mi progenitora cocina todo tipo de guisos deliciosos y, gracias al aparatejo, lo hace en un tiempo récord. Una de las cosas que mejor le salen es un arroz caldoso de marisco que ella insiste en llamar paella. De nada sirve que yo le diga que paella es la sartén de dos asas en la que se hace el originariamente conocido como arroz a la valenciana, que paella no es más que una sinécdoque derivada del continente, que paellera es la señora que prepara el arroz y no la susodicha sartén. Para ella, su arroz es paella hecha en la olla, un axioma que yo di por válido hasta que a los dieciocho compartí piso con dos chicas de ascendencia alicantina y probé la paella por primera vez.


La paella es un guiso español y como tal, se hace con lo que haya. Dicen que la primigenia es de la de interior, la paella de la huerta, la valenciana, la que lleva conejo, pollo, pato, caracoles y verduras a placer; luego vinieron la de marisco, el arroz a banda y la preferida de los guiris, la mixta. Otra de las diferencias con el arroz caldoso de mi madre es que la paella se hace con el agua justa que pueda absorber el grano para que quede suelto y seco. Entonces, ¿qué es lo que hace que la paella sea paella? ¿Los ingredientes? ¿La cantidad de agua? ¿El recipiente? Decía Julio Camba, que "estos datos semicientíficos (...) en general dejan completamente al margen la parte artísticoculinaria del arroz a la valenciana; pero, si ustedes se empeñan, ahí va una receta infalible: tomen cuanto antes el tren y márchense a Valencia." En concreto, añadiría yo, a Dénia, al restaurante Casa Federico en la playa de Les Marines.

En verano conviene reservar el día anterior porque cada vez que una mesa se vacía hay veinte personas esperando para ocuparla. Más de la mitad del comedor se extiende por un amplio patio techado, con árboles y plantas que regulan una temperatura ya de natural templada. Siempre pedimos la paella de l’horta, que tiene un sabor a campo intenso, a romero sobre todo, contagiado del jugo herrumbroso que deja la alcachofa cocida. Lleva pimiento rojo y ferraura, y el maravilloso garrofó que aparece en el bocado por sorpresa, como una blanda piedra preciosa rellena de pasta suave. De primer plato, tengan en cuenta el excelente calamar a la plancha los más conservadores y el bull amb ceba los más audaces. Para rematar, no se priven de un delicado pedazo de tocino de cielo. 


Barney Greengrass



Tortas de Inés Rosales, en el extremo
derecho de la estantería marrón.
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En el escaparate de
Barney Greengrass hay un paquete de Tortas de Inés Rosales. Entre bolsas de pretzels y cajas de crackers, el “delicious snack” sevillano tiene un hueco en este carismático y centenario local, tan seguro de su identidad, que da la bienvenida a cualquier elemento que venga de fuera y tenga algo que aportar. Celebrando esta particularidad, Elvira Lindo, vecina del Upper West Side y cliente habitual, le dedica un bonito pasaje en su último libro, Lugares que no quiero compartir con nadie. Destaca también la escritora la variedad de historias de ficción que ha albergado este deli judío. Una de las más divertidas, a mi juicio, es el capítulo de 30 Rock titulado La Burbuja. En él, Liz Lemon queda para comer en Barney Greengrass con su nuevo novio, el Dr. Drew Baird, un hombre tan guapo que todo el mundo le pasa por alto defectos y extravagancias intolerables:

El comercio está dividido en dos zonas. Junto a la entrada, la tienda, con mobiliario de metal cromado, estilo años cincuenta, y dos inmensos mostradores repletos de bagels, bialys, frutas, conservas, encurtidos, embutidos y salazones para llevar. A la izquierda, el comedor, mesas y sillas de madera forradas de sky verde oscuro y paredes cubiertas con un mural que parece representar la Nueva Orleans de principios del XX; de nuevo, un elemento fuera de lugar que, sin embargo, no desentona en absoluto. Nos toca el camarero buenmozo, un cruce de Zachary Levy y Sacha Baron Cohen, que nos explica que Barney Greengrass es el rey del esturión, un pescado apodado el bacon del océano de tan sabroso como es. Decido probarlo al estilo de la casa, revuelto con huevos y cebolla, y acompañado por un bagel de semillas de amapola untado en cream cheese: un opíparo brunch desde cualquier punto de vista. 

“Spanish?” En la caja, al cobrarme, Gary Greengrass, el nieto del fundador, me suelta un chascarrillo tematizado: “¿No crees que las obras de Gaudí se parecen a las casas de los Picapiedra?”


Nos gusta tanto que volvemos un par de días después, esta vez, a la hora del almuerzo. En la mesa de al lado, tres hombres y una mujer, conversan mientras toman sus matzo soup. Aunque son discretos, se nota que los varones están embelesados con la chica: menuda, sin maquillar, con el pelo castaño y liso. Los cuatro parecen una versión contemporánea e indolora de La Cafetería, el cuento de Bashevis Singer, en el que los señores de los años cincuenta agasajaban y escuchaban el yiddish con acento de la delicada superviviente Esther, desconociendo la profunda perturbación que se escondía tras sus ojos color avellana.


Frangus





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Tel. 913003279
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El frango no churrasco es una delicia gastronómica muy difícil de encontrar fuera de Portugal. Ya ves tú, que tontería, dirá alguno, no es más que pollo a la parrilla: nada más lejos de la realidad. Eso que los lusos echan a las brasas son especímenes extraordinarios, tan pequeños y tiernos que, si te pilla con buen saque, puedes ventilarte uno entero sin pestañear. Además está el sabor: da igual que lo degustes en el centro de Lisboa o en una terraza algarvía, siempre tendrás la sensación de que acaban de asártelo con leña en mitad del campo.
Paulo me chivó el viernes por la tarde que habían abierto en su barrio un take away especializado en comida portuguesa que se presentaba bajo el nombre de Frangus. He tardado menos de cuarenta y ocho horas en probarlo, de tantas ganas como tenía. Los hay mejores, desde luego, pero en el país de los ciegos, ya se sabe. A partir de ahora tengo un imprescindible para esos domingos de chuparse los dedos; tan tierno, sabroso y barato como debe ser, con o sin piri piri. El local de Ribera de Curtidores es perfecto, además, para solucionar el almuerzo después de ir al Rastro.   



Xi’an Famous Foods






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Tel. +12127862068

La cuenta, por favor


Como todos sabemos, cuanto más cutre sea el restaurante chino, mejor estará la comida. A la sucursal de Xi’an Famous Foods de St. Mark's Place no le falta detalle: una docena de sillas descascarilladas y mal distribuidas, halógenos propios de una morgue de barrio marginal y una cocina al fondo que, como las pelis de miedo, provoca atracción y repulsión a partes iguales: la miras de hito en hito con la certeza de que, en cualquier momento, verás algo que te helará la sangre.
Junto a la mugrienta mampara, tomando comandas y cobrándolas, está Jason Wang, el heredero de esta franquicia que, quince años después de su fundación, ya cuenta con cinco locales en Nueva York. Lejos de vivir de las rentas, el joven de 23 años, recién graduado en Económicas, planea seguir expandiendo el negocio familiar. 
Alguien me dijo hace tiempo que la comida de la provincia china de Xi’an, picante y muy especiada, tenían un toque árabe. Lo recordé al probar los Spicy Cumin Lamb Noodles, el plato estrella que Jason te cambia por $7,00. La mezcla de cordero y cominos remite, indefectiblemente, al Mediterráneo. Mientras intentaba calmar con cerveza el palpitar de las paredes de mi boca (corrijo: la comida es MUY picante), pensaba en los coetáneos de Marco Polo: ¿a cuántos puñados de granos ascendería la permuta que aquel primer aventurero de Constantinopla estableció con un comerciante chino por un metro de seda?. “Esto se lo echas al cordero y te queda, ¡bah!, para chuparse los dedos”, le diría para regatear. Tenía razón el turco. El celebérrimo y televisivo chef Anthony Bourdain ha confesado que está enganchado a esta mezcla tan globalizadora, a la receta casera e informal (más que noodles es pasta cortada a jirones con pegotes de carne) de Xi'an Famous Foods. Yo también lo estoy. 

Aitana






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Teléfono: 965786069


Un tal Christopher Moltisanti me ha hecho llegar esta fábula sobre uno de mis restaurantes favoritos, Aitana, del que ya hablé en un post titulado Violencia y sexo. El señor Moltisanti ha elaborado una divertida y certera descripción de la aventura que supone comer en este bareto de Denia.
(Christopher Moltisanti dice)

Una fábula a la Sade

-Raúl, si quieres fumar, te vas a la puta calle.

Raúl pone de inmediato el tabaco y el mechero encima de la barra. Asegura que ni se le pasaba por la cabeza. Sonríe azorado. No es para menos: uno no termina de acostumbrarse a que le haga escarnio un camarero. El resto de los clientes nos sentimos solidarios con su vulnerabilidad: o ya hemos sido interpelados en parecidos términos o notamos la posibilidad de que suceda.


En Aitana, en Denia (Alicante), los clientes sobran. Sea laboral o festivo, se arraciman en las tres únicas mesas del local o aprietan en la barra, cercados por una segunda fila igual de compacta avizorando la ocasión de hacerse un hueco. A Ximo, el dueño y señor del lugar, también su único camarero, le gusta hacerles notar que ellos son muchos y él sólo uno, y además con derecho de admisión.


-Al que venga después de las tres, ¡que le den por culo, no come!


Se lo grita a un conocido, por ejemplo Raúl, pero los aludidos somos todos. Que ninguno olvide quién manda, el privilegio que disfruta comiendo de pie en la barra de su tasca. Otro día puede que no tenga tanta suerte. Llegará hambriento, la boca acuosa después de toda la mañana anticipando el momento, y Ximo le dirá que se vaya a tomar por culo, que no son horas. Es posible que el infortunado se ofenda y no vuelva. Pero lo más probable es que espere unos días y todavía con el honor sin cauterizar pruebe suerte de nuevo a una hora menos multitudinaria (aunque en Aitana todas lo son).


Ximo viste camisas de manga corta de colores discretos y fatigados por el uso. La de hoy es azul a rayas. Dos rasgos hacen memorable su cara: el diastema en las paletas delanteras y la protuberancia de los ojos engastados en los pliegues de unas ojeras del mismo color moreno que el resto de la cara. El pelo encanecido, la lustrosa calva y ciertos surcos gestuales inducen a echarle unos sesenta años. Lo más probable es que sean menos a juzgar por la energía y precisión robótica de sus movimientos. Uno podría preguntarle su edad exacta, pero una vez toma aire para despejar la duda la curiosidad afloja: el dato no parece lo bastante importante para exponerse a un bufido o, peor, al ayuno. Hasta el cliente más inquisitivo estima más su comida que los pormenores de la biografía de quien se la sirve. Las paredes de Aitana, mondas casi por completo de elementos decorativos, presentan un único punto de luz sobre el pasado de su dueño. Al lado de la puerta de la cocina una placa dorada, legible sólo para el que se acerque, conmemora un curso de formación de camareros de 1992 del que Ximo –aquí Joaquín y sus dos apellidos- fue “el PROFE”. El aprensivo parroquiano se pregunta cómo trataría a los aduladores redactores del memento, a tenor de cómo se dirige casi veinte años después a sus clientes.

Detrás de la cortina de cuentas de la cocina asoma un delantal. ¿Su mujer, una empleada? La voz de Ximo, tan estentórea fuera, es apenas audible cuando está dentro de la cocina, de donde sale con los platos que requieren alguna elaboración, una ensalada, clotxines o pescadito frito. El resto de las viandas (gambas y cigalas recién cocidas, algo de fruta y verdura) está bien visible en una vitrina detrás de la barra. Ximo coge las raciones con la mano desnuda y las pone delante de los clientes sin más preámbulos. La bebida prescrita es vino blanco de Rueda. Tolera que le pidan cañas u otras bebidas no alcohólicas, pero su cara trasluce desaprobación ante semejantes desviaciones de la norma. Nadie bebe vino tinto en Aitana.

La pregunta qué queremos comer es retórica. Comeremos lo que haya. El menú apenas varía: gambas, cigalas, clotxines, tellinas y  calamares rebozados son los platos habituales. Todo comprado en la lonja el día anterior, si nada disuade al dueño de la conveniencia de abrir como por ejemplo que el Real Madrid tenga partido de Champions. La calidad del género y la pericia con la que está cocinado es indiscutible. Al ser el menú limitado y el local pequeño (no más de 30 metros cuadrados de planta), Ximo y su cocinera componen una cadena de producción de dos capaz de dar de comer a más de cincuenta personas sin que nadie se impaciente. Los cinco platos del menú aparecen frente al cliente con cadencia precisa, sin demoras ni atropellos, uno a la vez. Ximo sabe dónde está cada vaso, botella o útil del local. Casi siempre se anticipa a los deseos del cliente. Si este le pide algo, le atiende sin vacilar ni olvidarse ante la contingencia de otra tarea más urgente. No por casualidad fue maestro de camareros. 

La cuenta por persona ronda los veinticinco euros, postre (algún dulce frugal), café y bebida incluidos. Dos carteles bien visibles dejan claro que las tarjetas de crédito y los talones están proscritos; y un tercero, más prosaico y jocoso, moraliza sobre la falta de lesa amistad que supone fiar. El cálculo somero del parroquiano impertinente apunta a que, descontando el sueldo de su única empleada y el coste del género, Ximo es millonario. Sorprendería que le quedara un margen de beneficio inferior a quinientos euros al día.

Cuando hace casi media hora que el último despistado con la pretensión de comer pasadas las tres ha sido ahuyentado, a Ximo le gusta confraternizar con los clientes rezagados, en especial si son clientas y hermosas. Se acerca, suspira y con la mirada perdida suelta: “Hasta los cojones” o expresión parecida. Debe ser tedioso regentar el restaurante más exitoso y próspero del pueblo, piensan los abordados de modo tan oblicuo e inopinado, que por supuesto prefieren silenciar cualquier comentario que no sea un bovino y sincero elogio de la comida. Es posible que la deficiente comicidad de Ximo vaya más allá, que se sienta efusivo y te quiera hacer cómplice de su intimidad, como a un amigo al que confía una revelación que recordará agradecido el resto de la vida. Entonces abre un cajón y, dándole la espalda al resto de parroquianos, muestra una foto en blanco y negro de Franco joven pero ya caudillo. El bastón de mando y el armiño que le cruza el pecho hacen pensar que está disfrazado de Napoleón. Pero esa es otra opinión que el cliente, ávido de echarse la siesta, se guarda para sí.  

Moraleja

Si quieres que el cliente no tenga razón, tratarle a la baqueta y que vuelva a por más, deja de estafarle con el género y el precio de lo que come. 

Katz's Delicatessen


Teléfono: +12122542246


“Han convertido esto en un circo”, me comenta en español Jay con una mueca de fastidio ensayada mil veces desde el otro lado del mostrador, al tiempo que unta de mostaza una rebanada de pan de centeno. Atraídos por el orgasmo fingido más publicitado de la Historia Katz’s recibe cada día ingentes manadas de turistas. Jay no puede tener más de veintiún años así que supongo que esa frase la ha oído en su casa toda la vida en boca de sus mayores, aquellos que llegaron a principios del siglo XX a Nueva York, en la época de la ocupación desde República Dominicana, cuando en el Lower East Side se hacinaban inmigrantes de todo el mundo. Los años que le echo a Jay son los que hace que se estrenó Cuando Harry encontró a Sally. Fue aquí, en Katz's, donde la pizpireta Meg Ryan le dejó bien claro al locuaz Billy Crystal que un tío no puede justificar su hombría a partir de los gritos de una compañera de cama porque “todas las mujeres lo han fingido alguna vez”:


Jay no deja de tener razón: es un espectáculo que los visitantes hagan cola para pedir sándwiches y platos combinados en un local que es demasiado grande y feo, además de bastante cutre. Eso era lo que yo pensaba mientras él terminaba de prepararme un doble mixto de pavo y pastrami, (las dos opciones de carne que elegían respectivamente ella y él en la película) acompañado por los tradicionales pepinillos encurtidos.

En cuanto le hinqué el diente al bocadillo abandoné el prejuicio de que solo el cine es el motivo por el que la gente se encarama en este local cercano a la Primera Avenida. Yo ya había probado el pastrami alguna vez, o lo que yo creía que era pastrami, y no me volvía loca. Claro que en mi ignorancia, sólo llegaba a conocer la versión “curada” del pastrami, la que sirven por ejemplo en el Carnegie Deli; resulta que no es un embutido, sino que el nombre hace referencia a la mezcla de especias con que se adoba la carne (derivación yiddish del rumano “a pastra” que significa “conservar” o “preservar”). En Katz’s no sirven la versión curtida del pastrami sino la carne adobada, cocida y cortada a cuchillo. El resultado son unos deliciosos filetes hebrosos, similares a un roast beef, pero con muchísimo más sabor. La mitad de pavo estaba muy rica pero se queda en nada comparado con este otro, que es razón más que suficiente para volver una y mil veces. En lo de elegir sándwiches era Billy Crystal quien tenía razón.


Barandiarán





Teléfono: 943422057


Al Barandiarán no se viene a comer: se viene a quitarse el hambre en un tiempo récord antes de lo que toque ver en el Teatro Principal.  ¿Traes hambre o capricho? Me ha preguntado el camarero dispuesto a orientarme en  la tarea de elegir pintxo. Hambre, hambre, le he dicho. La comida no es gran cosa y el local es decadentillo pero qué más da, estoy en el Festival a punto de entrar a ver una película.

Red Lobster





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La cuenta, por favor


Esta es una imagen de la primera vez que fui a Nueva York.


Esa langosta de plástico promocionaba la cadena de restaurantes Red Lobster y debía seguir la misma ruta que los autobuses de turistas porque, allá donde fuéramos, el marisco sobre ruedas aparecía. Era el año 2000, yo no tenía ni un duro para gastar y comer era secundario. Por culpa de @arenasllop, mi camarada en aquel viaje iniciático, asocié durante años la imagen del crustáceo a “los mariscos de Sam Woo” por los que Woody Allen decía que merecía la pena vivir.

¡Qué mal comimos entonces! Qué reparo nos daba sentarnos en cualquier sitio y hacer el paleto: leer los precios de forma incorrecta, pedir demasiado, no calcular bien la propina y acabar fregando los platos… Como Mark y Joana en “Dos en la carretera”, terminábamos colando chucherías de extranjis en la habitación del hotel para calmar el ruido de nuestras tripas.

En siguientes visitas a Manhattan, siempre que pasaba por Times Square, tenía un reflejo pavloviano total cuando veía el enorme cangrejo colgado de la fachada del restaurante: empezaba a salivar convencida de que la langosta era el plato más apetecible del mundo. Claro que me daba reparo su condición de monstruo atrapa guiris, pero un día, sin meditarlo mucho, me lancé: iba a zamparme una suculenta langosta en el Red Lobster. Ahora ya tenía margen de crédito en la tarjeta y nadie me pondría la cara colorada si la cuenta se iba de las manos. 

Lobsterita!
No esperaba marisco de calidad. Esperaba la versión americana del marisco, algo muy grande, con rebozados y salsas: plástico adornado pero plástico sabroso. La cosa se quedó en plástico sin más. La famosa melted butter con la que acompañan todos los platos no es un aderezo de mantequilla, es grasa sin sabor y no le hace ningún apaño a un animalito que, si estuvo vivo en Maine en algún momento, fue encerrado en un vivero. Sin embargo, y a pesar de que aún recuerdo esa carne insulsa y enguachinada como uno de los grandes bajones culinarios de mi vida, la visita mereció la pena por un motivo: la lobsterita, o lo que es lo mismo, una pinta de margarita de fresa servida en copa, que me emborrachó lo suficiente como para no tomarme demasiado en serio el dispendio.

Five Front




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Discreto restaurante, muy cerca del puente de Brooklyn. Perfecto para cenar después de haber visto la caída del sol paseando hasta la orilla derecha del East River. El patio trasero es precioso, un backyard  lleno de plantas y flores forrado con cañas de bambú; el entorno ideal para una noche de verano. La carta es sencilla y tiene postres ricos.

Para ver una galería de fotos del Five front de la New York Magazine PINCHA AQUÍ



Ostería dell' Orsa





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Ruidosa casa de comidas atestada de estudiantes que en las noches de fin de semana hacen cola a la intemperie para conseguir un hueco en uno de los rústicos bancos de madera del comedor. Tiene una carta amplia y un menú del día asequible, todo a base de platos tradicionales del norte de Italia: pastas, “bisteccas” y mortadela. Los tagliatelle al ragu de la foto estaban tan al dente y  jugosos como parece.  

Lo que aquí llamamos salsa boloñesa allí lo denominan “al ragu”

Taberna del Postiglione





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