Duquesa de Parcent





Cómo llegar 

Teléfono: 952190835


Precio aproximado: 35 €

Ladrones


(kubelick dice)
Ronda es una ciudad preciosa que no recomiendo visitar en verano. Hace el mismo calor que en la Costa del Sol pero la playa más cercana está a cuarenta kilómetros. Dar un paseíto supone perder resuello e higiene en un recorrido de quinientos metros, “estoy sudando como un pollo”, lo que te obliga a perder el sentido y comprar botellas de agua mineral a precio de barril de Brent. Para los taurinos, Ronda es el Sión de las corridas Goyescas y, a juzgar por las estatuas, plazas, calles y fotos en todos los establecimientos públicos, los Ordoñez son algo así como la aristocracia local. Superados los dieciséis, cualquier excusa es buena para tener colgado de tu pared un poster de Cayetano Rivera. A mí lo que interesa de verdad de esta familia es el hecho de que tengan a Orson Welles enterrado en el cortijo. Eso sí que es un puntazo para las visitas, contar que tienes plantado al Ciudadano Kane entre tomateras, olivos y mierda de toro.

En mi brevísima visita a la ciudad solo dos personalidades compitieron en omnipresencia con esta dinastía de matadores. La primera es Rilke. El escritor, que pasó a cuenta de alguna señora acomodada un par de meses en el Hotel Victoria para terminar la sexta de sus Elegías de Duino, bautiza bares, inmobiliarias, autoescuelas y, claro, librerías. El otro nombre que no dejaba de aparecer en los rótulos de la ciudad era uno que no me sonaba de nada: la Duquesa de Parcent. Tras una búsqueda estéril en la web y varias llamadas al Ayuntamiento y la Oficina de Turismo solo pude averiguar que esta señora era una filántropa rica de principios de siglo XX, que financió la construcción de talleres de artesanos y reformó el Palacio del Rey Moro. O sea, alguien que, en vez de mantener a algún poeta gorrón se gastó los cuartos en pagarle las facturas al Ayuntamiento. Duquesa de Parcent se llamaba el restaurante donde nos metimos a cenar y donde entramos en contacto con otro grupo conocido de la zona: los bandoleros.

Queríamos comer mirando al gran Tajo de Ronda y nos decidimos por el sitio que estaba vacío en vez de esperar turno en el contiguo, que estaba hasta la bola. Mal hecho. Del umbral a la mesa, la sensación de repelús solo fue en aumento. Era una de estas veces en las que tienes la certeza, casi desde el principio, de que te estás metiendo la boca del lobo.

Pedimos un par de entrantes para seis comensales. Representando al “jamón ibérico” aparecieron unas lonchas de Navidul salado de paquete abierto hace tres días, y por parte del “queso curado”, un semi de batalla, cortado por la mañana, que había pasado el día como nosotros, sudando la gota gorda. Mi plato se llamaba “Conejo de campo al tomillo con verduras y foie”. Quién dijo miedo. Más frío que recalentado al microondas, me sirvieron un montón de huesecillos con trozos masticables pegados, que tenían textura de carne en conserva y sabor a Bovril crudo. De adorno, un bloquecito de paté a la pimienta al que no se habían molestado en borrar las marcas circulares del envase. “Eso te pasa por no pedir el solomillo”, se reían mis amigos, saboreando un mazacote de carne, a mi juicio, olvidable. Juro que lo mío estaba incomible. Pagué 35 euros. Cobrar esa cantidad por atiborrarme a pan con mantequilla es un atraco. El Tempranillo estaría orgulloso.


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