Aitana





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Violencia y sexo
(kubelick dice)

Los mariscos son unos bichos feísimos. Menos mal. Si fueran bonitos tendríamos que cambiar la manera que hemos elegido para degustarlos. Los cocemos vivos para luego desmembrarlos en el plato. Un ritual al que nos hemos acostumbrado, en parte, porque estas criaturas parecen invasores alienígenas de una historia de ciencia ficción. Por un momento nos convertimos seres primitivos, destrozamos el cuerpo del animal con nuestras propias manos y arrancamos con los dientes hebras de carne, mientras sus fluidos corporales nos resbalan entre los dedos. Y, encima, todo el rollo nos pone cantidad. Ese sempiterno efecto afrodisíaco que produce despedazar a un ser vivo y la íntima conexión entre bivalvos, crustáceos y el área genital son como tirarle a Freud (quien, según tengo entendido, odiaba el marisco) sus manuales a la cabeza.

De los poco agraciados animalicos que pueblan las fosas marinas hay uno particularmente desagradable y, quizá por esta razón, sabrosísimo. La galera es un crustáceo que entierra su mal encarada facha en túneles de arena en el fondo del Mediterráneo.
Los días de mal tiempo, las aguas revueltas destrozan su escondrijo y ponen al descubierto al suculento descerebrado. Yo lo encontré por primera vez a la plancha, como parte de un menú degustación en Denia. Al verla torcí el morro: en una ciudad donde las gambas son de color carmín, la galera parecía la prima albina y contrahecha. No se puede ser más fea. Y no se puede ser más incómoda de comer, además. No en balde, se las llama “gambas armadas”: tienen a lo largo del cuerpo unos pinchitos que pasan desapercibidos en un primer vistazo pero que se despliegan en cuanto clavas tus incisivos en su blandísimo caparazón. Como una última ofensiva post mortem, “tú terminarás por engullirme, maldito, pero yo te voy a dejar el interior de la boca hecha jirones.”

El Aitana es uno de esos garitos con personalidad propia que abre cuando quiere. En Guia Maximin.com describen a la perfección el local y las condiciones que se tienen que dar para encontrarlo disponible al público. Allí sirven marisco sin florituras, feo y fresquísimo, recién salido del baño de contraste que supone pasar del Mediterráneo a la olla hirviendo. A mi me saca de mis casillas no dominar la situación, no poder reservar cuando me apetece, llamar por teléfono y no obtener respuesta, acercarme a su puerta para ver, una y otra vez, el cartelito de "cerrado". La ansiedad que provocan las ganas reprimidas se van acumulando, y día que lo encuentras abierto, del Aitana sales con ese cuerpo que se te queda después de un buen revolcón.

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