Cómo llegar
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Un tal Christopher Moltisanti me ha hecho llegar esta fábula sobre uno de mis restaurantes favoritos, Aitana, del que ya hablé en un post titulado Violencia y sexo. El señor Moltisanti ha elaborado una divertida y certera descripción de la aventura que supone comer en este bareto de Denia.
(Christopher Moltisanti dice)
Una fábula a la
Sade
-Raúl, si
quieres fumar, te vas a la puta calle.
Raúl pone de
inmediato el tabaco y el mechero encima de la barra. Asegura que ni se le
pasaba por la cabeza. Sonríe azorado. No es para menos: uno no termina de
acostumbrarse a que le haga escarnio un camarero. El resto de los clientes nos
sentimos solidarios con su vulnerabilidad: o ya hemos sido interpelados en
parecidos términos o notamos la posibilidad de que suceda.
En Aitana, en
Denia (Alicante), los clientes sobran. Sea laboral o festivo, se arraciman en
las tres únicas mesas del local o aprietan en la barra, cercados por una
segunda fila igual de compacta avizorando la ocasión de hacerse un hueco. A
Ximo, el dueño y señor del lugar, también su único camarero, le gusta hacerles notar
que ellos son muchos y él sólo uno, y además con derecho de admisión.
-Al que venga
después de las tres, ¡que le den por culo, no come!
Se lo grita a
un conocido, por ejemplo Raúl, pero los aludidos somos todos. Que ninguno
olvide quién manda, el privilegio que disfruta comiendo de pie en la barra de
su tasca. Otro día puede que no tenga tanta suerte. Llegará hambriento, la boca
acuosa después de toda la mañana anticipando el momento, y Ximo le dirá que se
vaya a tomar por culo, que no son horas. Es posible que el infortunado se
ofenda y no vuelva. Pero lo más probable es que espere unos días y todavía con
el honor sin cauterizar pruebe suerte de nuevo a una hora menos multitudinaria
(aunque en Aitana todas lo son).
Ximo viste
camisas de manga corta de colores discretos y fatigados por el uso. La de hoy
es azul a rayas. Dos rasgos hacen memorable su cara: el diastema en las paletas
delanteras y la protuberancia de los ojos engastados en los pliegues de unas
ojeras del mismo color moreno que el resto de la cara. El pelo encanecido, la
lustrosa calva y ciertos surcos gestuales inducen a echarle unos sesenta años.
Lo más probable es que sean menos a juzgar por la energía y precisión robótica
de sus movimientos. Uno podría preguntarle su edad exacta, pero una vez toma
aire para despejar la duda la curiosidad afloja: el dato no parece lo bastante
importante para exponerse a un bufido o, peor, al ayuno. Hasta el cliente más
inquisitivo estima más su comida que los pormenores de la biografía de quien se
la sirve. Las paredes de Aitana, mondas casi por completo de elementos
decorativos, presentan un único punto de luz sobre el pasado de su dueño. Al
lado de la puerta de la cocina una placa dorada, legible sólo para el que se
acerque, conmemora un curso de formación de camareros de 1992 del que Ximo
–aquí Joaquín y sus dos apellidos- fue “el PROFE”. El aprensivo parroquiano se
pregunta cómo trataría a los aduladores redactores del memento, a tenor de cómo
se dirige casi veinte años después a sus clientes.
Detrás de la
cortina de cuentas de la cocina asoma un delantal. ¿Su mujer, una empleada? La
voz de Ximo, tan estentórea fuera, es apenas audible cuando está dentro de la
cocina, de donde sale con los platos que requieren alguna elaboración, una
ensalada, clotxines o pescadito frito. El resto de las viandas (gambas y
cigalas recién cocidas, algo de fruta y verdura) está bien visible en una
vitrina detrás de la barra. Ximo coge las raciones con la mano desnuda y las
pone delante de los clientes sin más preámbulos. La bebida prescrita es vino
blanco de Rueda. Tolera que le pidan cañas u otras bebidas no alcohólicas, pero
su cara trasluce desaprobación ante semejantes desviaciones de la norma. Nadie
bebe vino tinto en Aitana.
La pregunta qué
queremos comer es retórica. Comeremos lo que haya. El menú apenas varía:
gambas, cigalas, clotxines, tellinas y
calamares rebozados son los platos habituales. Todo comprado en la lonja
el día anterior, si nada disuade al dueño de la conveniencia de abrir como por
ejemplo que el Real Madrid tenga partido de Champions. La calidad del género y
la pericia con la que está cocinado es indiscutible. Al ser el menú limitado y
el local pequeño (no más de 30 metros cuadrados de planta), Ximo y su cocinera
componen una cadena de producción de dos capaz de dar de comer a más de
cincuenta personas sin que nadie se impaciente. Los cinco platos del menú
aparecen frente al cliente con cadencia precisa, sin demoras ni atropellos, uno
a la vez. Ximo sabe dónde está cada vaso, botella o útil del local. Casi
siempre se anticipa a los deseos del cliente. Si este le pide algo, le atiende
sin vacilar ni olvidarse ante la contingencia de otra tarea más urgente. No por
casualidad fue maestro de camareros.
La cuenta por
persona ronda los veinticinco euros, postre (algún dulce frugal), café y bebida
incluidos. Dos carteles bien visibles dejan claro que las tarjetas de crédito y
los talones están proscritos; y un tercero, más prosaico y jocoso, moraliza
sobre la falta de lesa amistad que supone fiar. El cálculo somero del
parroquiano impertinente apunta a que, descontando el sueldo de su única
empleada y el coste del género, Ximo es millonario. Sorprendería que le quedara
un margen de beneficio inferior a quinientos euros al día.
Cuando hace
casi media hora que el último despistado con la pretensión de comer pasadas las
tres ha sido ahuyentado, a Ximo le gusta confraternizar con los clientes
rezagados, en especial si son clientas y hermosas. Se acerca, suspira y con la
mirada perdida suelta: “Hasta los cojones” o expresión parecida. Debe ser
tedioso regentar el restaurante más exitoso y próspero del pueblo, piensan los
abordados de modo tan oblicuo e inopinado, que por supuesto prefieren silenciar
cualquier comentario que no sea un bovino y sincero elogio de la comida. Es
posible que la deficiente comicidad de Ximo vaya más allá, que se sienta
efusivo y te quiera hacer cómplice de su intimidad, como a un amigo al que
confía una revelación que recordará agradecido el resto de la vida. Entonces
abre un cajón y, dándole la espalda al resto de parroquianos, muestra una foto
en blanco y negro de Franco joven pero ya caudillo. El bastón de mando y el armiño
que le cruza el pecho hacen pensar que está disfrazado de Napoleón. Pero esa es
otra opinión que el cliente, ávido de echarse la siesta, se guarda para sí.
Moraleja
Si quieres que el cliente no tenga razón,
tratarle a la baqueta y que vuelva a por más, deja de estafarle con el género y
el precio de lo que come.