La Majada




 

(Km. 259 de la N- V)
Teléfono: 927320349

La cuenta, por favor


Operación retorno

(kubelick dice)

Dicen que lo que cuenta no es el destino sino el viaje en sí. Como metáfora de la vida no está mal, hay frases hechas para casi cualquier cosa. El caso es que, coincidiremos todos, si el atasco jode igual, no es lo mismo ir que venir. Continuando con las perogrulladas, no se disfruta de la misma manera un viaje de placer que uno de curro. Con las comidas es lo mismo. Ayer oí cómo fulanito le recomendaba a su compañero menganito que obligase a un cliente común a que le compensara con “una buena cena” no sé qué transacción comercial que había echado a perder. Esta es una de esas costumbres de posguerra aún sin corregir que no me entra en la cabeza. O sea, por una comida gratis estamos dispuestos a regalar horas extra acompañados de un tío, que ni es amigo ni nada y que, encima, nos ha fastidiado el día. Lo que nos lleva a la tercera evidencia simplona de hoy: importa, y mucho, con quién vayas y vengas.


Para los viajes por carretera es imprescindible tener localizado, según el gusto de cada uno, el sitio donde hacer la parada. Puede ser la estación de servicio con tienda y cafetería, con su baño que huele a Xampa recién fregado, cadena Dial de fondo y una joven latina en la barra que despachará baggettes de jamón serrano con brie, cocacola de grifo y palmeras de chocolate plastificadas. O puede ser el mesón anexo al puticlub, con ventanas tintadas sin limpiar desde el mundial 82, jamones colgando y quince tíos apoyados en la barra que, al pasar, te mirarán las tetas de reojo para volver inmediatamente a enfrascarse en el televisivo ritual del partido de la jornada. Es este tipo de baretos, eso sí, los bocadillos son de pan pan, la cocacola de botella y, si están en la mitad este de la península, ofrecerán miguelitos de postre. Sea el que fuere, más vale ir sobre seguro y no improvisar porque después de estar retrasando el descanso durante 40 kilómetros (“ en la siguiente salida… es que esta no se ve desde la carretera… a los 200 justos”, etc), dará igual que vayas acompañado del mismo Job: la ansiedad acumulada unida a la más que probable frustración de las expectativas derivará en la tradicional mosqueo “on the road”. Y aún queda la mitad del camino por delante.


De paso hacia donde sea por la Nacional V, hay un lugar extraordinario que destaca entre la morralla de los restaurantes de carretera. En las noches de verano de La Majada se come fuera, en un paraje perdido en mitad del campo, pegado a la imponente postal de Trujillo iluminado en lo alto. Las tardes de invierno se pasan en un comedor de piedra y madera más acogedor que muchos salones particulares. Aconsejo empezar con una ración de queso al romero (7 €) y pasar directamente a los mejores huevos fritos con patatas y jamón que he probado en mi vida (16 € por cabeza). Solo cuando su impecable servicio te traiga la cuenta recordarás que estabas de paso, que hay que salir de este universo paralelo, que hay que volver a la carretera. Nos lamentaremos entonces de no tener, como los pastores antaño, la libertad de extender el jergón en cualquier esquina para echarnos a dormir.


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Duquesa de Parcent





Cómo llegar 

Teléfono: 952190835


Precio aproximado: 35 €

Ladrones


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Ronda es una ciudad preciosa que no recomiendo visitar en verano. Hace el mismo calor que en la Costa del Sol pero la playa más cercana está a cuarenta kilómetros. Dar un paseíto supone perder resuello e higiene en un recorrido de quinientos metros, “estoy sudando como un pollo”, lo que te obliga a perder el sentido y comprar botellas de agua mineral a precio de barril de Brent. Para los taurinos, Ronda es el Sión de las corridas Goyescas y, a juzgar por las estatuas, plazas, calles y fotos en todos los establecimientos públicos, los Ordoñez son algo así como la aristocracia local. Superados los dieciséis, cualquier excusa es buena para tener colgado de tu pared un poster de Cayetano Rivera. A mí lo que interesa de verdad de esta familia es el hecho de que tengan a Orson Welles enterrado en el cortijo. Eso sí que es un puntazo para las visitas, contar que tienes plantado al Ciudadano Kane entre tomateras, olivos y mierda de toro.

En mi brevísima visita a la ciudad solo dos personalidades compitieron en omnipresencia con esta dinastía de matadores. La primera es Rilke. El escritor, que pasó a cuenta de alguna señora acomodada un par de meses en el Hotel Victoria para terminar la sexta de sus Elegías de Duino, bautiza bares, inmobiliarias, autoescuelas y, claro, librerías. El otro nombre que no dejaba de aparecer en los rótulos de la ciudad era uno que no me sonaba de nada: la Duquesa de Parcent. Tras una búsqueda estéril en la web y varias llamadas al Ayuntamiento y la Oficina de Turismo solo pude averiguar que esta señora era una filántropa rica de principios de siglo XX, que financió la construcción de talleres de artesanos y reformó el Palacio del Rey Moro. O sea, alguien que, en vez de mantener a algún poeta gorrón se gastó los cuartos en pagarle las facturas al Ayuntamiento. Duquesa de Parcent se llamaba el restaurante donde nos metimos a cenar y donde entramos en contacto con otro grupo conocido de la zona: los bandoleros.

Queríamos comer mirando al gran Tajo de Ronda y nos decidimos por el sitio que estaba vacío en vez de esperar turno en el contiguo, que estaba hasta la bola. Mal hecho. Del umbral a la mesa, la sensación de repelús solo fue en aumento. Era una de estas veces en las que tienes la certeza, casi desde el principio, de que te estás metiendo la boca del lobo.

Pedimos un par de entrantes para seis comensales. Representando al “jamón ibérico” aparecieron unas lonchas de Navidul salado de paquete abierto hace tres días, y por parte del “queso curado”, un semi de batalla, cortado por la mañana, que había pasado el día como nosotros, sudando la gota gorda. Mi plato se llamaba “Conejo de campo al tomillo con verduras y foie”. Quién dijo miedo. Más frío que recalentado al microondas, me sirvieron un montón de huesecillos con trozos masticables pegados, que tenían textura de carne en conserva y sabor a Bovril crudo. De adorno, un bloquecito de paté a la pimienta al que no se habían molestado en borrar las marcas circulares del envase. “Eso te pasa por no pedir el solomillo”, se reían mis amigos, saboreando un mazacote de carne, a mi juicio, olvidable. Juro que lo mío estaba incomible. Pagué 35 euros. Cobrar esa cantidad por atiborrarme a pan con mantequilla es un atraco. El Tempranillo estaría orgulloso.


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Helios





 

Cómo llegar 
Teléfono: 965785318


La cuenta, por favor


Las endorfinas y el gato por liebre

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Sin obligación de madrugar, junto al mar, y con el único compromiso de llegar a tiempo para que no te levanten la mesa en tu chiringuito preferido no es necesario tirar de sustancias ajenas al propio cuerpo para colocarse. Las endorfinas se disparan cuando el sol se proyecta en vertical sobre las sombrillas. Si el suelo no quemara tanto, la euforia nos confundiría del todo, y estaríamos dispuestos a jurar que caminamos levitados. De existir un cacharro capaz de medir ese nivel de enajenamiento, la DGT haría controles para prevenir que la gente cogiera el coche aún sin haber tomado una gota de alcohol.

En estas condiciones, ¿cómo vamos a juzgar si lo que nos sirven es lo que hemos pedido o la versión fast food que tienen reservada para los guiris de temporada? El vaso de cerveza sabe a Fairy y cuatro personas distintas han obedecido a la voz de mando que, en la cocina, ha ordenado que “¡hay que echar sal a la paella!”, pero nos da igual. Somos como un grupo de quinceañeros tras un intensivo de hachís y Manu Chao, relamiéndose ante un emplasto de macarrones, tomate y atún como si fuera un Beef Wellington. No queremos pinchar el globo, así nos tragamos la verdad entonando el “¡qué gozada!”, puestos hasta arriba de Mediterraneo.

Yonqui perdida, seguiré yendo al Helios aún a sabiendas de que me están tangando con la comida. La acusación no es gratuita: un día que estaba nublado comí una estupenda paella valenciana.



Otras entradas sobre Helios


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Gumbo




 


Cómo llegar 

Teléfono: 915326361


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Basing Street Blues

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Un día caes en la cuenta de que esto es lo que hay: ciertos sueños no se van a cumplir nunca. Ya me he hecho a la idea, por ejemplo, de que jamás podré descubrir los orígenes del jazz caminando por el French Quarter de Nueva Orleans. Por mucho dinero que los "famosetes" se gasten en reconstruir la ciudad, y aunque las agencias de turismo afirmen que todo ha vuelto a la normalidad, los testimonios de los habitantes que salieron corriendo y de los visitantes ocasionales coinciden en que aquello tiene ya muy poco de Dixieland y mucho de Katrina Ville, o sea, la versión recauchutada de lo que dejó el huracán. Seguro que es precioso pero es que no soy yo muy de parques temáticos.

Buscando algo de aroma cajún en Madrid, me planté un mediodía de sábado en el Gumbo de la Calle del Pez. El local, en realidad, no olía a nada, lo cual es estupendo por
que, de un tiempo a esta parte, la ventilación es la asignatura pendiente en todos los locales de la capital. Pronto descubrí que el ambiente estaba desahogado no porque el arquitecto hubiera hecho las tareas, sino porque alguien había dejado una puerta abierta; una puerta que daba a uno de esos cuartos “trastenderos”, a medio camino entre la trastienda y el trastero.

Sin estirar mucho el cuello, cualquier comensal podía ver un ordenador encendido y una
pila de archivadores repletos de albaranes, facturas y tarjetas de proveedores. Era ese tipo de cubículo ciego donde los folletos de propaganda se desparraman sobre las cajas de cascos de refrescos vacíos. Donde el Betadine y el esparadrapo comparten balda de estantería con un paquete de palillos sin funda, y donde están a punto de escurrirse y de caer al suelo, con todo su polvo acumulado, los manuales de instrucciones de la freidora, la licuadora y el exprimidor, que, contrario a lo que pueda parecer, sirven para hacer cosas distintas. En una caja sin tapa y con fondo de pasta de cartón mezclado con agua de fregar, ceniceros de Heineken, vasos de tubo de JB, gorras de Coca Cola y pelotas de playa de Sweppes desinfladas desde que el señor de gafas anunciaba la tónica.

Por los altavoces, Louis Armstrong recopilaba clásicos de lo mejor del jazz, a partir de Septiembre en su kiosco: Hello Dolly, La vie en rose, Mack the knife y, claro, What a wonderfull world; ni pizca de Wild Man Blues. Así que olfato, vista y oído se empeñaban en recordarme que estaba en una tasca de Malasaña que servía comida de Louisiana. Al menos, los tomates verdes estaban bien fritos y deliciosos y el cangrejo de caparazón blando, sabroso y picante. El arroz de la guarnición, sin embargo, era un montón de granos de textura irregular, insulsos y mal cocinados: unos muy pasados y blandurrios, otros duros y deleznables. Algo muy parecido a masticar tierra. La única experiencia sensorial del día remotamente cercana a una visita al Golfo de México. Supongo.



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Maccheroni




 



Teléfono: +390668307895

Amante de tomate

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En un restaurante de la Costa de la Luz, R descubrió el verano pasado uno de esos detalles típicos de sitio de plato cuadrado. Me lo contó días después mientras tomábamos una cerveza: “La carta tenía un rollo romántico cursi, casi adolescente” comentaba R frunciendo el ceño, “con frases de Bécquer y de Tagore... En serio, no había grandes diferencias entre ese menú y mi carpeta del instituto”. R decidió cenar no sé qué pescado acompañado por su amante de tomate (sic). El pescado no pasaba de lomo de halibut descongelado y el tomate eran cuatro rodajas mal puestas. “Tiene delito." sentenciaba R, "ni se curraron una forma de corazón; si el corta- vegetales ese de la tele- tienda está tirado”. Pasaron unos cuantos meses hasta que volví a acordarme de esta anécdota.

Fue al ver Il Divo, la cinematográfica biografía no autorizada de Giulio Andreotti. En ella, el siniestro político conservador, sosias en la peli del Nosferatu de Murnau, comparte un breve momento de genuina intimidad romántica con su mujer: El matrimonio está en casa una noche cualquiera, cenando en silencio. De repente, sin venir a cuento, Andreotti pregunta “¿sabes cuál es la etimología de amatriciana?” Su mujer tuerce el morro y, sin dejar de comer, le contesta que sí, que se lo ha contado un millón de veces. Los dos siguen cenando y no vuelven a mediar palabra. Menos de treinta segundos que ilustran con precisión toda una vida de rutinaria convivencia, el espacio en calma cercado por el torbellino de lo público. Un acierto narrativo, económico y eficaz, que deja, sin embargo, al espectador más curioso (o más friki, según se mire) con la duda: ¿De dónde viene la palabra amatriciana?

Amatriciana es la salsa para pasta típica de Roma. Cuando uno tiene hambre de verdad, de esa que no se puede calmar con unas piezas de sushi ni con una sopa, hambre de jueves que nunca acaba o de domingo de resaca, una amatriciana será siempre la opción más adecuada para saciarla. Esta salsa no fue siempre tan apetecible: al principio no era más que un sofrito de cebolla en aceite de oliva, con unos trozos de beicon a los que se les notaba demasiado la grasa. Fue en una visita a Roma que encontró el ingrediente que le faltaba: el tomate. La mezcla de jugos primero emulsionó y luego, a fuego lento, alcanzó el punto adecuado y se convirtió en una salsa nueva. Carne, aceite y rojo. El colmo de la sensualidad. Amatriciana viene de Amatrice, localidad del Lacio desde donde unos pastores llevaron a Roma aquella primera salsa sin tomate. Amatrice significa amante. La amatriciana es, pues, un tomate curtido, que ya ha dejado de estar crudo hace tiempo y que, como amante, hubiera abrazado de manera mucho más cálida a cualquier soso lomo de halibut descongelado en la Costa de la Luz.


Para degustar, entre otras especialidades romanas, una buena pasta amatriciana, Maccheroni. La ciudad, “en los primeros días -cuando no se conoce aún-, infunde en los ánimos una melancolía que abruma por ese ambiente de museo, exánime y triste, que (…) se respira. Por la profusión de glorias pasadas que se sacan a relucir y a duras penas se mantienen en pie, mientras de ellas se nutre un presente mezquino.” * Esperando mesa, tomaremos una copa en cualquier velador de la preciosa piazza della Coppelle. En los diarios locales aún luce palmito un cada vez más caricaturesco Andreotti, como “tantas cosas desfiguradas y gastadas, que, en realidad, no son sino restos casuales de otra época y de una vida que ni es ni ha de ser la nuestra.* Aunque, claro, al otro lado del Tíber, en la delegación del Reino de los Cielos en la Tierra, siguen señalando con el dedo a los amantes sodomitas mientras quitan importancia a las actividades de Gomorra... Menudo tomate.





*Extraído de Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke (1929).



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Casa da India / Varchotel










Casa da India..................... .Varchotel
...............................La cuenta, por favor
Cómo llegar  ..............................Cómo llegar
Teléfono: +351213423661 .............Teléfono: +351268621621
Caya

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De Portalegre, a Badajoz, a recoger al Guadiana, y vuelta de nuevo a Portugal, descanso en el embalse de Alqueva y parada final en el Atlántico, entre Ayamonte (Huelva) y Vila Real de Santo Antonio (Faro). Podría ser un trayecto en autobús pero no, este es el recorrido que traza el río Caya desde que nace hasta que desemboca en el mar. Pero si realmente existiera una línea regular de Portalegre a Ayamonte, los pasajeros del vehículo no se enterarían de si están en España o en Portugal hasta que recibieran el SMS de rigor: “¡Olá! Ligue através da Movistar” o “¡Bienvenido! Roaming más barato con Optimus”. Estas son las nuevas fronteras: el territorio está delimitado por la cobertura; el cambio de país en la Europa unida lo marcan los operadores de telefonía móvil.

Desde que allá por los noventa eliminamos los puestos de control en virtud de la europeización, las personas, como los ríos, pasamos de un lado a otro de la línea sin pedir permiso y sin darnos cuenta. Cuando una se ha criado en Badajoz pero vive en Madrid, a menudo se sorprende cuando le preguntan “¿has estado en Portugal?” ¿Que si he estado en Portugal? Si echo a andar por el campus no me entero de que he cambiado de país hasta que, según avisan los carteles, el Caya se convierte en Caia. A propósito de paseos por esa zona, un día de estos tengo que averiguar cuál es el lugar exacto donde Fernando VI le tiró los tejos a Bárbara de Braganza por primera vez. Que sé de buena tinta que, además de un sinfín de escarceos amorosos entre universitarios anónimos, el Caya/Caia también ha tenido su ración de celebrities.


Avanzar hacia Portugal sin que la Guardia Civil te diera el alto trajo consigo el fin del contrabando de café. Inherente a la vida en la frontera, esta práctica había sobrevivido y evolucionado con el paso de los años. Desde las hambrunas de la guerra hasta el abuso de la tarjeta de de crédito en los primeros híper, los pacenses evitaban el arancel aduanero oficial escondiendo la mercancía donde podían. Los pioneros, 1938, a la espalda, vadeando el río; los herederos, 1983, en los bajos del R5; empeñando, en ambos casos, un kilito del alijo para engordar la vista de los picoletos, y aprovechando la hora relajada de la siesta. O lo que es lo mismo, después de comer. Porque uno no se vuelve de Portugal sin haber comido.
El proverbial equilibrio entre la calidad y el precio de los restaurantes portugueses se mantiene aún hoy. Ojo, que todo lo malo se pega y los lusitanos conocen la práctica hostelera (arte en España) de sacar los cuartos al guiri: si no sabes dónde ir, pagarás mucho y comerás mal. Si te encuentras en la encrucijada de tener que decidir entre un restaurante pijo y uno cutre, elije el cutre. Un buen ejemplo lo tienes en la Casa da India de Lisboa. Puedes degustar un coelho no churrasco con las manos, con cerveja, y con gente que no conoces sentada a tu lado. La guarnición, la tradicional lisboeta: verduras rehogadas en mantequilla y patatas fritas.

Sin necesidad de encaramarte en el Cabo da Roca, otro lugar sin pizca de glamour ni falta que le hace: a mano derecha según se va a Elvas desde Badajoz, sin desviarte de la E90, cuando la ruta europea deja de ser la nacional 5 española para convertirse en la portuguesa nacional 4, pasados los enamorados y recibido el mensaje de Vodafone PT, tienes el restaurante del Varchotel. Frango na brasa con patatas fritas y ensalada, un par de raciones de bacalhau à Brás y la sublime tarta de galletas y nata de postre. Antes de marcharte, si no quieres ganarte el desprecio infinito de los anfitriones, no te olvides de tomar café. Un portugués no perdona que des por terminada la comida sin haber tomado café. No lo lamentarás. Mira que los granos de torrefacto se han dado viajes pero nunca han pasado consigo, al este de la frontera, la fórmula mágica de la infusión perfecta. Esa que parece no tener secretos para cualquier bar de mala muerte de la Lusitania occidental.

 
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Ouh babbo!




 

Cómo llegar
Teléfono: 915476581



Precio aproximado: 40€

Cómo es Italia

"CARMELA (..) How's Italy?

TONY
Got to be honest with you.
Pretty freaking good.
We'll have to come back here.

CARMELA
Yeah, right. So how's the food?”



(kubelick dice)

Hace poco más de un mes, en una cena con amigos en Ouh babbo! , A y su novio H anunciaron que tenían intención de casarse. Parapetada por la algarabía de felicitaciones de los presentes, hundí la cabeza en el plato mientras un escalofrío me recorría la espina dorsal: "¡Ay madre!", pensé, "¡más gastos!". Sin embargo, de inmediato añadieron que celebrarían las nupcias en Salerno, una pequeña ciudad de la región italiana de Campania situada junto a la costa amalfitana. "¡Será por iglesias en Italia!", "¡Qué bonito!", "¡Podemos ir a ver las ruinas de Pompeya!", era yo la que,ahora, palmoteaba alborozada. La razón se me había nublado por completo. En mi cráneo solo había sitio para una enorme, blanca y jugosa pieza de mozzarella de búfala. Cada uno tiene sus prioridades y, si es por ir a comer a Italia, se pide un crédito y a correr.

Hay un montón de razones que hacen de salir al extranjero una experiencia maravillosa. Parte del misterio de cómo es la gente del lugar que uno visita queda desvelado en la manera de asear sus verduras, ornamentar sus carnes y ligar sus salsas. Conozco, sin embargo, a quien ese aspecto de hacer turismo no le interesa. Los hay que prefieren evitarse problemas: cogen embutido envasado al vacío y un par de latas de mejillones en escabeche, y lo esconden todo entre los calcetines de la maleta. Yo soy de las que se zampa un cucurucho de saltamontes para luego poder contar a qué saben. Pero no todo el mundo está dispuesto a correr el riesgo de sufrir un proceso diarreico en extremo oriente. De hecho, los españoles, cuando salimos de este edén culinario en el que vivimos, somos propensos a la gastrofobia. Conservadores en cuestiones de menú, rara vez hacemos experimentos. No es difícil encontrarse a una pareja de españolitos en una plaza de Budapest, dudando si se zamparán un gulash o no en función de los ingredientes que tenga en común con los guisos de su madre. Un suponer:

“UNA PLAZA CUALQUIERA DE BUDAPEST. EXT/DÍA

CAMARERO
… onions, paprika, lamb…

ESPAÑOLITA
(Dándole un codazo a su marido)
Lo que yo decía, Manolo: un estofado…"

Luego, claro, llegará el plato a la mesa y se darán de bruces con la ausencia de aceite de oliva, o sea, con el efecto "sofrito rancio". En la foto parecía un estofado pero no lo es: es un guiso extraño que desata en nosotros una desazón emocional que nos hace desconfiar, no ya del cocinero, sino de la población del país al completo. “De lo que se come, se cría”, es una verdad como un templo. En todas esas comidas, terminamos parafraseando a la pequeña Dorothy con una mueca desdeñosa: "¡Pff! como en casa, en ningún sitio".

De asearse, de adornarse y de ligar, los italianos saben un rato largo. De templos, saben más, y si hay algo a lo que en Italia rinden sincera pleitesía es al aceite de oliva. Por eso es el único país donde el estómago del español se relaja y se confía. Por eso los españoles compartimos con ellos esa alegría de vivir que los países que cocinan con mantequilla (y con prisas) anhelan. Por eso, como nosotros, estructuran su quehacer cotidiano en función de las horas de las comidas. Por eso tenía tantas ganas de volver. Por eso y porque me muero por probar in situ, según cuaja, la mítica y perecedera mozzarella de búfala.

Es una lástima. Después de las Navidades, A y su novio H habían decidido cambiar su enlace a lo "talentoso Mr Ripley" por algo más convencional. Yo por mi parte, como en la casa de empeños no me devuelven el dinero de la medalla de la comunión, me voy a dar un homenaje compartido en Ouh babbo! De momento, es lo más cerca que voy a estar de la comida Napolitana. Un par de platos de estupenda pasta fresca: esos sombreritos rellenos de calabaza que tanto me gustan. Un entrante… mmmm, una sepia rellena, por ejemplo. Del norte del pais, el vino: un buen chianti toscano… y del sur, el postre: un cannolo siciliano. ¡Cómo es Italia!


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