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La cuenta, por favor
Una chica rubia se baja de un coche muy caro, un Audi o un BMV, pongamos por caso. Viste unos briches color beige, un chaquetón Barbour verde y unos botos marrón oscuro. Se ajusta el pañuelo de El Caballo que lleva anudado al cuello y se coloca para protegerse del sol las gafas último modelo (Channel, Dolce&Gabanna, cualquiera con un logo lo suficientemente grande como para que se vea a través de las mechas) que sujetan a modo de diadema su perfecto marcado de peluquería. Deja la posmoderna montura aparcada en doble fila y echa a correr, dando saltitos. La veo desde una de las mesas pegadas a la cristalera de El Venero que dan al Puente Nuevo y sonrío. Como tantas otras imágenes inmutables de Badajoz, me encanta esta rubia pija, idéntica a su madre y a su abuela, tan auténtica y badajocense como la Torre de Espantaperros o el desayuno ejemplar que tengo delante.
Siempre pido lo mismo: una tostada entera de cachuela, un café con leche y un zumo de naranja grande, en vaso de tubo. Los mejores recuerdos que tengo de El Venero están, además, mezclados con alcohol. De pequeña, si tenían que sacarme sangre para unos análisis, mi padre me traía para reponer fuerzas a esta mítica cafetería. Me contaba la enésima historia del antiguo Hospital Provincial y yo le escuchaba feliz, medio colocada por el madrugón y los efluvios etílicos que emanaban del algodón cada vez más duro y más frío, con el esparadrapo enganchado a los pelillos del antebrazo y con el estómago vacío, que anhelaba el hígado de cerdo con esa vehemencia que tienen las ilusiones infantiles. Más tarde en la vida, como toda pacense de pro, cumplí el rito de paso de tomarme aquí el desayuno con el regusto dulce aún en la boca del whisky con Cocacola. Recuerdo esas ganas de seguir cuando ya te han cerrado la última discoteca y reír a carcajadas recordando las mejores anécdotas de la noche alrededor de estas mismas mesas de madera. El olor del ajo de las migas mezclado con el del café con leche; nuestra algarabía femenina atiplando el tono del local, marcado por los vozarrones pausados de los cazadores que liquidan la cuenta cuando aún no se ha hecho de día. Y en el rincón del local, una pareja que lleva estirando el tiempo toda la noche sin parar de hablar. Aún no se han besado, se nota, están nerviosos; él se levanta galante a recoger los cafés en la barra y ella encoge los hombros y junta las manos en el regazo y se estremece y achina los ojos al notar que el sol ha empezado a aliviar las sombras de la calle. Ellos, como tantos otros antes y tantos después, terminarán de ratificar el amanecer caminando por una Avenida Santa Marina que ese día se les hará mucho más corta que de costumbre.
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