Maccheroni




 



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Amante de tomate

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En un restaurante de la Costa de la Luz, R descubrió el verano pasado uno de esos detalles típicos de sitio de plato cuadrado. Me lo contó días después mientras tomábamos una cerveza: “La carta tenía un rollo romántico cursi, casi adolescente” comentaba R frunciendo el ceño, “con frases de Bécquer y de Tagore... En serio, no había grandes diferencias entre ese menú y mi carpeta del instituto”. R decidió cenar no sé qué pescado acompañado por su amante de tomate (sic). El pescado no pasaba de lomo de halibut descongelado y el tomate eran cuatro rodajas mal puestas. “Tiene delito." sentenciaba R, "ni se curraron una forma de corazón; si el corta- vegetales ese de la tele- tienda está tirado”. Pasaron unos cuantos meses hasta que volví a acordarme de esta anécdota.

Fue al ver Il Divo, la cinematográfica biografía no autorizada de Giulio Andreotti. En ella, el siniestro político conservador, sosias en la peli del Nosferatu de Murnau, comparte un breve momento de genuina intimidad romántica con su mujer: El matrimonio está en casa una noche cualquiera, cenando en silencio. De repente, sin venir a cuento, Andreotti pregunta “¿sabes cuál es la etimología de amatriciana?” Su mujer tuerce el morro y, sin dejar de comer, le contesta que sí, que se lo ha contado un millón de veces. Los dos siguen cenando y no vuelven a mediar palabra. Menos de treinta segundos que ilustran con precisión toda una vida de rutinaria convivencia, el espacio en calma cercado por el torbellino de lo público. Un acierto narrativo, económico y eficaz, que deja, sin embargo, al espectador más curioso (o más friki, según se mire) con la duda: ¿De dónde viene la palabra amatriciana?

Amatriciana es la salsa para pasta típica de Roma. Cuando uno tiene hambre de verdad, de esa que no se puede calmar con unas piezas de sushi ni con una sopa, hambre de jueves que nunca acaba o de domingo de resaca, una amatriciana será siempre la opción más adecuada para saciarla. Esta salsa no fue siempre tan apetecible: al principio no era más que un sofrito de cebolla en aceite de oliva, con unos trozos de beicon a los que se les notaba demasiado la grasa. Fue en una visita a Roma que encontró el ingrediente que le faltaba: el tomate. La mezcla de jugos primero emulsionó y luego, a fuego lento, alcanzó el punto adecuado y se convirtió en una salsa nueva. Carne, aceite y rojo. El colmo de la sensualidad. Amatriciana viene de Amatrice, localidad del Lacio desde donde unos pastores llevaron a Roma aquella primera salsa sin tomate. Amatrice significa amante. La amatriciana es, pues, un tomate curtido, que ya ha dejado de estar crudo hace tiempo y que, como amante, hubiera abrazado de manera mucho más cálida a cualquier soso lomo de halibut descongelado en la Costa de la Luz.


Para degustar, entre otras especialidades romanas, una buena pasta amatriciana, Maccheroni. La ciudad, “en los primeros días -cuando no se conoce aún-, infunde en los ánimos una melancolía que abruma por ese ambiente de museo, exánime y triste, que (…) se respira. Por la profusión de glorias pasadas que se sacan a relucir y a duras penas se mantienen en pie, mientras de ellas se nutre un presente mezquino.” * Esperando mesa, tomaremos una copa en cualquier velador de la preciosa piazza della Coppelle. En los diarios locales aún luce palmito un cada vez más caricaturesco Andreotti, como “tantas cosas desfiguradas y gastadas, que, en realidad, no son sino restos casuales de otra época y de una vida que ni es ni ha de ser la nuestra.* Aunque, claro, al otro lado del Tíber, en la delegación del Reino de los Cielos en la Tierra, siguen señalando con el dedo a los amantes sodomitas mientras quitan importancia a las actividades de Gomorra... Menudo tomate.





*Extraído de Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke (1929).



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Casa da India / Varchotel










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Caya

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De Portalegre, a Badajoz, a recoger al Guadiana, y vuelta de nuevo a Portugal, descanso en el embalse de Alqueva y parada final en el Atlántico, entre Ayamonte (Huelva) y Vila Real de Santo Antonio (Faro). Podría ser un trayecto en autobús pero no, este es el recorrido que traza el río Caya desde que nace hasta que desemboca en el mar. Pero si realmente existiera una línea regular de Portalegre a Ayamonte, los pasajeros del vehículo no se enterarían de si están en España o en Portugal hasta que recibieran el SMS de rigor: “¡Olá! Ligue através da Movistar” o “¡Bienvenido! Roaming más barato con Optimus”. Estas son las nuevas fronteras: el territorio está delimitado por la cobertura; el cambio de país en la Europa unida lo marcan los operadores de telefonía móvil.

Desde que allá por los noventa eliminamos los puestos de control en virtud de la europeización, las personas, como los ríos, pasamos de un lado a otro de la línea sin pedir permiso y sin darnos cuenta. Cuando una se ha criado en Badajoz pero vive en Madrid, a menudo se sorprende cuando le preguntan “¿has estado en Portugal?” ¿Que si he estado en Portugal? Si echo a andar por el campus no me entero de que he cambiado de país hasta que, según avisan los carteles, el Caya se convierte en Caia. A propósito de paseos por esa zona, un día de estos tengo que averiguar cuál es el lugar exacto donde Fernando VI le tiró los tejos a Bárbara de Braganza por primera vez. Que sé de buena tinta que, además de un sinfín de escarceos amorosos entre universitarios anónimos, el Caya/Caia también ha tenido su ración de celebrities.


Avanzar hacia Portugal sin que la Guardia Civil te diera el alto trajo consigo el fin del contrabando de café. Inherente a la vida en la frontera, esta práctica había sobrevivido y evolucionado con el paso de los años. Desde las hambrunas de la guerra hasta el abuso de la tarjeta de de crédito en los primeros híper, los pacenses evitaban el arancel aduanero oficial escondiendo la mercancía donde podían. Los pioneros, 1938, a la espalda, vadeando el río; los herederos, 1983, en los bajos del R5; empeñando, en ambos casos, un kilito del alijo para engordar la vista de los picoletos, y aprovechando la hora relajada de la siesta. O lo que es lo mismo, después de comer. Porque uno no se vuelve de Portugal sin haber comido.
El proverbial equilibrio entre la calidad y el precio de los restaurantes portugueses se mantiene aún hoy. Ojo, que todo lo malo se pega y los lusitanos conocen la práctica hostelera (arte en España) de sacar los cuartos al guiri: si no sabes dónde ir, pagarás mucho y comerás mal. Si te encuentras en la encrucijada de tener que decidir entre un restaurante pijo y uno cutre, elije el cutre. Un buen ejemplo lo tienes en la Casa da India de Lisboa. Puedes degustar un coelho no churrasco con las manos, con cerveja, y con gente que no conoces sentada a tu lado. La guarnición, la tradicional lisboeta: verduras rehogadas en mantequilla y patatas fritas.

Sin necesidad de encaramarte en el Cabo da Roca, otro lugar sin pizca de glamour ni falta que le hace: a mano derecha según se va a Elvas desde Badajoz, sin desviarte de la E90, cuando la ruta europea deja de ser la nacional 5 española para convertirse en la portuguesa nacional 4, pasados los enamorados y recibido el mensaje de Vodafone PT, tienes el restaurante del Varchotel. Frango na brasa con patatas fritas y ensalada, un par de raciones de bacalhau à Brás y la sublime tarta de galletas y nata de postre. Antes de marcharte, si no quieres ganarte el desprecio infinito de los anfitriones, no te olvides de tomar café. Un portugués no perdona que des por terminada la comida sin haber tomado café. No lo lamentarás. Mira que los granos de torrefacto se han dado viajes pero nunca han pasado consigo, al este de la frontera, la fórmula mágica de la infusión perfecta. Esa que parece no tener secretos para cualquier bar de mala muerte de la Lusitania occidental.

 
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