Cómo llegar
Los padres de Hansel y Gretel eran tan pobres que
abandonaron a sus hijos en el bosque porque no podían alimentarlos. Los desamparados críos encontraron una casa hecha de chocolate y repleta de golosinas en la que se
metieron a comer a dos carrillos. El refugio era un cebo de azúcar plantado por
una bruja malvada para atraer a incautos pequeñuelos. Los adultos han utilizado
esta fábula toda la vida para prevenir a sus hijos sobre las aviesas estrategias
de los desconocidos: “No te fíes, la casita de chocolate parece un lugar chachi, pero en realidad es una trampa”, restando importancia a lo realmente terrorífico del cuento: “o sea, papá, que si las cosas te van mal y pierdes todo
tu dinero, ¿me dejarás tirado en mitad del campo?”
De una u otra forma nos pasamos la vida controlando nuestras
ganas de desfasar con el dulce. Cuando superamos los miedos infantiles (y las
limitaciones económicas), sustituimos a la bruja por la báscula, y le echamos
la cruz de por vida. ¿Quién no querría comer pasteles sin control y sin cargo de conciencia, con churretes
por la cara y azúcar glasé en la punta de la nariz, aunque fuera por un día? Hace
varias semanas, Dunkin’ resolvió para un grupo de blogueros esa fantasía común a todos lo mortales salvo a las modelos que, es cosa sabida, están
famélicas de comer lo que se les antoja y de beber mucha agua. Nos invitó a visitar su obrador de Madrid que produce a diario, de forma casi artesanal, trece mil rosquillas (la
palabra dónut es propiedad de otra marca en España) con o sin agujero. En cuanto crucé el umbral y el
vapor de vainilla golpeó mi membrana pituitaria, empecé a salivar
frenéticamente. El juego, nos explicaron, consistía en elaborar y decorar
nuestros propios Dunkin’. “Comed lo que queráis”, nuestros anfitriones, lejos de actuar como centinelas mal encarados con los pasteleros novatos, nos jaleaban cuando reventábamos los bollos triplicando la cantidad de dulce de leche
del relleno. Toppings a puñados, cubiertas tintadas de rosa; adultos urbanitas
convertidos en infantes tragaldabas, felices y relajados. Aquello parecía el final de
una película de los ochenta con Bill Murray de protagonista. Nos fuimos de allí con una docena de berlinas y roscas coloreadas, y una
sensación de buen rollo tremenda. Engordan que es una barbaridad pero, oye, un
día es un día.
Durante estas fiestas, en los Dunkin’ Coffee encontraréis rosquillas tuneadas de Navidad.
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