Zoe Café






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No pasa nada

(Felicis dice)

¿Es posible celebrar una típica comida familiar en un restaurante alternativo de Madrid? ¿Es un local con suelos de cristal lleno de intensos con gafas de pasta el mejor sitio para festejar el nacimiento de un niño? ¿Son compatibles una abuela que no puede comer sal y un wok de arroz integral y verduras? Preguntas como éstas se las hace todo habitante de Madrid cuya vida urbana se debate entre los orígenes (las provincias de las que huimos en su día pero que tan a hierro nos han marcado) y el presente (la gran ciudad, la urbe llena de posibilidades y de opciones y que, en el fondo, después de unos años, te das cuenta de que sólo es el refugio multicolor de tantos provincianos que huyeron como tú: ¿de quiénes está llena la Gran Vía si no?).

Pues bien, todas estas preguntas tuvieron respuesta el pasado sábado en el Zoe Café. Aunque atención, no sólo voy a hablar de bondades; no fue oro, ni mucho menos, todo lo que relució.

Con tres días escasos de vida, Elías había reunido hasta a nueve miembros de la familia y a un auténtico voyeur (servidor) que como amigo de la madre tuvo (tuve) el privilegio de asistir a esta comida tan cinematográfica (siempre fui fan de pelis familiares como A casa por vacaciones, pero la vida real siempre es más divertida). Imaginaos a diez personas (la abuela, los padres, el hermano, los titos, los primos y el mirón encaramao) un sábado a las dos y media, por el barrio de las Letras, en busca de restaurante sin haber hecho reserva ni nada. Un suicidio colectivo, diréis. Pues casi: la crisis se cernía ya sobre nuestras cabezas y el Zoe Café (ZKF para los amigos, según reza su web, siguiendo la línea que en su día inauguraran los insignes Mango MNG, Springfield SPF o Bershka BSK, como si a estas alturas aún fuera cool esto de las consonantes), el Zoe Café, como decía, fue nuestra salvación. Las aperturas de las aguas del Mar Muerto no fueron nada comparadas con el milagro de encontrar sitio para diez (con hueco para el carrito del niño) un sábado a mediodía en Madrid.

Además, el reservado que nos dieron estaba bastante bien, eso no se puede negar. La carta, variada y moderna, y con un menú del día por 9 euros y pico que, para ser sábado, es algo insólito. Elías, que es un solete, después de haber pasado una noche toledana, dormía plácidamente rodeado de líneas minimalistas y suelos de cristal con doble fondo (lo del cristal lo he señalado ya, pero es que fue lo que más dio que hablar: unos no dejaban de sorprenderse, mirando hacia abajo; otros levantábamos la ceja y nos las dábamos de modernos: esto está ya muy visto en Madrid, comentábamos).

Casi todos pedimos menú. Casi todos, además, pedimos de primero un plato que se convertiría en el leitmotiv de la comida: tallarines con trigueros y queso feta. Un primero que tardaron bastante en servir, tónica habitual en los restaurantes de Madrid, por otro lado, y normal si tenemos en cuenta que sólo dos camareras atendían a unas quince o veinte mesas. Que además no debían estar muy bien organizadas, pues de haberlo estado nos habría servido sólo una, y no las dos a la vez. Tanto tardó el primero que aunque al principio nos comportáramos, terminamos por zamparnos la cesta del pan antes de que trajeran la comida. Aunque lo de lanzarse al pan sin contemplaciones es, por otro lado, también muy habitual cuando los comensales son españoles.

Y llegó el momento del primer plato. ¿Os acordáis del nombre? No, no subáis al párrafo anterior, que yo os refresco la memoria: tallarines con trigueros y feta. Pues bien, los platos no tenían ni tallarines, ni trigueros, ni feta. Miento: de seis primeros que se pidieron en total, alguno llevaba un poco de feta, por ahí, escondido. Y diréis que qué nos comimos entonces (porque no dudéis de que nos lo comimos). Pues algo así como un huevo escalfado con lechuga, tomate y pajitas de pan. Lo mejor de todo es que como buenos comensales españoles (eso ya lo he dicho, ¿no?) nos lanzamos al ataque sin comprobar lo que había o no en el plato. Y yo mismo, hasta hace unos meses, hubiera hecho lo mismo. Pero es que ahora tengo un blog. Un blog sobre restaurantes, ni más ni menos. Este blog. Y claro, es entrar en un local de moda, con suelos de cristal, lleno de intensos, y frotarme las manos esperando a ver cómo la pifian para poder escribir un post como este.

No pude esperarme al post y llamé a la camarera. ¿Dónde están los tallarines?, le dije. Y va la tía, es que los tallarines no son de pasta, son de trigueros, y me señala las tiras de pan que acompañan la ensalada. Al principio me lo tragué, ya sabéis que lo mío no es instinto culinario, pero pensé, estos supuestos tallarines acompañan si acaso mi ensalada, porque la de mi compañero de mesa, no. Exigimos cambio y al rato le traen una nueva ensalada, ahora con unas tiras verdes. Esos son los trigueros, nos dicen. Ah, entonces mis trigueros qué son, le pregunto yo a la chica, ya un pelín saturada (por no decir quemada).

Podría contar mucho más, pero para abreviar, la cosa terminó con la camarera pidiendo perdón y yo de gañán con la media sonrisa: vas y le dices al cocinero que se replantee lo de este plato (que lo saque de la carta, vamos) y que a ver qué compensación nos prepara.

Compensación hubo, pero escasa: un discreto pastelito que acompañó a nuestros postres, una mousse de chocolate blanco que debo decir estaba bastante buena. Y ya está. El cocinero no se dignó salir, pero para ser justos, nadie en la mesa lo exigió. Ni siquiera yo, que monté con Kubelick este blog reivindicativo. Porque en el fondo somos españoles, y nos da igual. No pasa nada, es la frase de moda en la enseñanza de español para extranjeros. La frase que mejor ilustra la forma de ser de los espanis. Que no hay trigueros, no pasa nada. Que no hay tallarines, no pasa nada. Que no hay feta, no pasa nada. Que lo que pone en la carta no tiene nada que ver con lo que nos traen, tampoco pasa nada. Porque esto es España y nos lo vamos a zampar igualmente.

Y volveremos. Vaya si volveremos. Primero, porque no pasa nada, y segundo, porque estando como está el nivel en Madrid, el Zoe Café tampoco está tan mal.




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