Gumbo




 


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La cuenta, por favor

Basing Street Blues

(kubelick dice)

Un día caes en la cuenta de que esto es lo que hay: ciertos sueños no se van a cumplir nunca. Ya me he hecho a la idea, por ejemplo, de que jamás podré descubrir los orígenes del jazz caminando por el French Quarter de Nueva Orleans. Por mucho dinero que los "famosetes" se gasten en reconstruir la ciudad, y aunque las agencias de turismo afirmen que todo ha vuelto a la normalidad, los testimonios de los habitantes que salieron corriendo y de los visitantes ocasionales coinciden en que aquello tiene ya muy poco de Dixieland y mucho de Katrina Ville, o sea, la versión recauchutada de lo que dejó el huracán. Seguro que es precioso pero es que no soy yo muy de parques temáticos.

Buscando algo de aroma cajún en Madrid, me planté un mediodía de sábado en el Gumbo de la Calle del Pez. El local, en realidad, no olía a nada, lo cual es estupendo por
que, de un tiempo a esta parte, la ventilación es la asignatura pendiente en todos los locales de la capital. Pronto descubrí que el ambiente estaba desahogado no porque el arquitecto hubiera hecho las tareas, sino porque alguien había dejado una puerta abierta; una puerta que daba a uno de esos cuartos “trastenderos”, a medio camino entre la trastienda y el trastero.

Sin estirar mucho el cuello, cualquier comensal podía ver un ordenador encendido y una
pila de archivadores repletos de albaranes, facturas y tarjetas de proveedores. Era ese tipo de cubículo ciego donde los folletos de propaganda se desparraman sobre las cajas de cascos de refrescos vacíos. Donde el Betadine y el esparadrapo comparten balda de estantería con un paquete de palillos sin funda, y donde están a punto de escurrirse y de caer al suelo, con todo su polvo acumulado, los manuales de instrucciones de la freidora, la licuadora y el exprimidor, que, contrario a lo que pueda parecer, sirven para hacer cosas distintas. En una caja sin tapa y con fondo de pasta de cartón mezclado con agua de fregar, ceniceros de Heineken, vasos de tubo de JB, gorras de Coca Cola y pelotas de playa de Sweppes desinfladas desde que el señor de gafas anunciaba la tónica.

Por los altavoces, Louis Armstrong recopilaba clásicos de lo mejor del jazz, a partir de Septiembre en su kiosco: Hello Dolly, La vie en rose, Mack the knife y, claro, What a wonderfull world; ni pizca de Wild Man Blues. Así que olfato, vista y oído se empeñaban en recordarme que estaba en una tasca de Malasaña que servía comida de Louisiana. Al menos, los tomates verdes estaban bien fritos y deliciosos y el cangrejo de caparazón blando, sabroso y picante. El arroz de la guarnición, sin embargo, era un montón de granos de textura irregular, insulsos y mal cocinados: unos muy pasados y blandurrios, otros duros y deleznables. Algo muy parecido a masticar tierra. La única experiencia sensorial del día remotamente cercana a una visita al Golfo de México. Supongo.



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