Meryl Streep es una divinidad contemporánea que no venero. Empecé a tolerarla cuando hizo Los puentes de Madison, pero hasta
entonces la consideraba una fábrica de mohines y acentos, sobreactuada siempre,
incapaz de ocupar un segundo plano, omnipresente y acaparadora. Al
principio de su carrera se especializó en papeles fríos y antipáticos y, con un
físico cuanto menos peculiar, tampoco entendía que los tíos en las películas se
volvieran locos por ella. Mi psicoanalista me advirtió que no saliera contigo,
pero eras tan guapa que cambié de psicoanalista, le decía Woody Allen en
Manhattan pero yo, aparte de un pelazo impresionante, no le veía guapura por
ningún lado. El colmo del sinsentido llegó con Memorias de África, donde se
ligaba a un Robert Redford de tomapanymoja parapetada tras unos sombreros
tipo ensaladera y jugando
a ser la reina de hielo. Más allá de sus recursos
interpretativos, que sinceramente creo que están sobrevalorados, digámoslo
claramente: me caía mal. Y creo que todo empezó con Kramer contra Kramer,
película que vi con ocho o nueve años y que, claramente, no entendí. Con esa
edad interpretas las situaciones de ficción acorde a tu realidad y pensar que
mi madre pudiese imitar al personaje de Streep y cumplir aquella amenaza de un
día cojo la puerta y no me veis más el pelo me aterrorizaba. Joanna Kramer, aparecía
al principio de la historia y, casi sin decir hola, dejaba tirados a su marido
y a su hijo. No sabíamos nada de ella, sólo que estaba harta de su vida y que
necesitaba cambiarla. La película de Benton dibuja un personaje muy complejo desde la distancia, centrándose en el padre atribulado interpretado por Dustin
Hoffman. Desde mi prisma infantil, simple y egoísta, era incapaz de percibir
los detalles más sutiles de la historia, el abandono de la relación de pareja,
lo cabrón e insensible que él era, el vacío, la frustración y la depresión de
ella; para mí no era más que una tipa desnaturalizada que abandonaba a un crío
chico con un padre que, pobrecito, no sabía ni hacer las tostadas del desayuno.
La mala pécora, no contenta con eso, justo cuando el pobre Hoffman empieza a cogerle
el tranquillo a lo de ser amo de casa, a organizarse la rutina con su hijo,
aparece de nuevo reclamando al pequeño. Este encuentro tiene lugar en el pub JG
Melon, uno de los lugares más carismáticos del Upper East Side.