Cómo llegar
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La cuenta, por favor
Que Peter Luger es el mejor sitio para comer carne de Nueva York no lo digo yo: lo dice Time Out, Zagat y Enric González, entre muchos otros. González lo llamó también “el templo laico de Sol Forman”, recordando al iluminado propietario que en 1950 se empeñó en mantener un establecimiento que ignoraba el kosher en un barrio de creciente mayoría de judíos ortodoxos. La solemnidad de sus muros, cubiertos de madera y adornados con pequeños detalles tintados en sus inmensos ventanales; la soberbia de los camareros, oficiantes de su liturgia y salvaguardas de su doctrina; y, sobre todo, la cualidad casi divina de su ofrenda principal (¡oh, vacas sagradas!), justifican la equiparación de este restaurante de Williamsburg con un espacio de culto.
De todos los caminos que conducen a Peter Luger, el más bonito es el que exige peregrinar por un pequeño tramo de Bedford Avenue, la gran arteria de Brooklyn que se extiende desde Coney Island a Greenpoint, el barrio donde viven Hannah y sus amigas, las Girls de HBO. El segmento al que me refiero cubre unas cuantas manzanas: veinte minutos de camino desde la parada de metro de North Seventh Street, en el que puedes observar desde el Williamsburg más guay, el de los cafés alternativos y las thrift shops, al más convencional, el de la funeraria y la piscina municipal. Yendo hacia el sur, todo recto, a la izquierda, resguardado bajo el puente, perdido de la mano de Dios, está el bendito lugar.
La proverbial antipatía de los trabajadores de este steakhouse es directamente proporcional a su edad. Cualquier día de estos, alguno de los camareros palmará de camino a una mesa y, mientras sus compañeros retiran el cadáver, mascullarán improperios por el inconveniente que les ha planteado el finado. Ni tradición, ni idiosincrasia prusiana, no hay justificación que valga para tanta aspereza: son fundamentalmente gilipollas. Por eso conviene llevarse la misa aprendida: no aceptan reservas, no se puede pedir la carne muy hecha y hay que pagar con dinero en efectivo.
Cuando el animal sacrificado llegue a la mesa olvidarás las impertinencias y la caminata, y todos los sentidos te parecerán pocos para apreciar esa carne suprema: el perfecto T- bone que vertebra un trozo de músculo grueso como una moneda de veinticinco centavos, tostado por fuera, sedoso y elástico por dentro. El Cielo en la Tierra. Un bocado magnífico que, aun cuando merece paladearse con delectación, incita a ser engullido de forma bruta, a mordiscos, como lo haría Tony Soprano, devorando trozos demasiado grandes que ocupan toda la boca y obligan a respirar por la nariz con dificultad, excitado por el vestigio de la sangre. Me habría encantado verle dar buena cuenta de un porterhouse en Peter Luger, en un mano a mano con Johnny Sack, su homólogo de Brooklyn, el mafioso de maneras inmaculadas y pulmones de alquitrán. Sé, sin embargo, que a pesar de lo devoto que era de los espacios sagrados, Sack nunca hubiera ido a un restaurante que, ya desde finales de los noventa, tuviera como precepto la prohibición de fumar.
Para terminar, key lime pie con una tonelada de nata y un café solo. Podemos volver haciendo footing a Manhattan y adelantar así el inevitable infarto. |
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