Cómo llegar
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El calor en Nueva York en verano es insoportable. A unas
temperaturas desproporcionadas se une la combustión de los coches, los vapores
del metro, los efluvios de los almacenes subterráneos. Reconozco que todos esos
detalles, cuando corre el aire, me resultan pintorescos e incluso atractivos, pero
la humedad caliente de la isla vuelve los paseos pegajosos, pesados y sucios, y tengo la
sensación permanente de que voy a echar a hervir en cualquier momento. Siempre
habrá quien te diga que el invierno cerrado es peor, y, oye, va en gustos, pero
yo recomiendo ponerse a cubierto cuando el termómetro Fahrenheit ronda los cien
grados. Un buen plan, si además has decidido visitar la ciudad con críos, es echar
medio día en el Museo de Historia Natural. Los enanos se lo pasarán pipa con
los bichos, fliparán con la ballena que se tragó a Pinocho y sentirán la
tentación de liarla parda, al estilo de Katharine Hepburn, con las
reproducciones de los dinosaurios. Justo a la vuelta de la esquina, hay un
Shake Shack, otro gran hito de la creación digan lo que digan los
nutricionistas. Aquel que combinó por primera vez las hamburguesas con batidos,
gracias, estés donde estés. Eres un ídolo personal mío y de legiones de niños
que, como yo, piensan que esa combinación de dulce y salado es algo colosal.
Los padres, además, pueden reivindicar su condición observando cómo preparan
las hamburguesas de sus churumbeles: la cadena de manipulación, esa que los
macdonalds y burgerkings ocultan a los clientes con paneles y mostradores, está
en Shake Shack a la vista de todos. Otra cosa es que des por buena la (ridícula)
afirmación de que lo que allí se sirve es sanísimo y libre de grasas saturadas.
Es un garito de junkfood que sirve una carne notable, luminoso,
agradable, bien acondicionado, mucho mejor que la media, que ya es bastante.
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