Amber





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La cuenta, por favor


Decepcionante restaurante, mezcla de Thai y Japonés, en el Upper West Side. De primeras, el sitio engatusa: es bonito, con muros de ladrillo visto y una cristalera muy aparente que hace esquina con la calle 70. Mientras te estás tomando tu Buddah’s Kiss fresquito en una copa de acero, un cruce estilístico de Sexo en Nueva York con Juego de tronos, empiezas a coincidir mentalmente con las críticas positivas que has leído antes de venir. El servicio es, en efecto bien majo y la falta de luz aliviada por velitas y puntos rojos le da un rollo muy peliculero. Aquí podría citarse un James Bond de los setenta con su contacto, la tía buena oriental que terminaría traicionándole tras el consabido revolcón. (Él, tapado hasta la cintura con las sábanas, prendería un cigarro, mientras ella, con las mejillas aún encendidas, el pelo revuelto, en braguitas y sostén, le encañonaría con una pistola, pequeña pero letal, que guardaba en su cartera…)
El encanto continúa sin sobresaltos con los entrantes, unos paquetitos de gambas, y alcanza el clímax al llegar el delicioso roll de langosta (Angry Lobster Roll), única razón por la que recomendaría este sitio. Pero con el plato principal, un curry verde de pollo cocinado con desidia, trozos irregulares flotando en una salsa sin cuerpo ni sustancia, todo el embelesamiento se desvanece. Al fin y al cabo, hemos venido a comer. Por no pensar en lo poco que te está gustando, mientras las hebras de la carne del ave se desmenuzan en tu boca de manera sospechosa, repasas la cena: el cóctel, a doce dólares del ala, llevaba más zumo que alcohol y los paquetitos de gambas son idénticos al wonton frito del chino de tu barrio. Recuerdas entonces las críticas negativas que decidiste ignorar: “no vale lo que cuesta”, “la comida no es para tanto”. Si es que, dejan opinar a cualquiera.





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