¿Cuánto cuesta?


Está feo preguntar el precio en los restaurantes. Incluso con la crisis, aun con las habichuelas contadas, en según qué situaciones sigue sin ser una costumbre aceptada averiguar de antemano lo que nos van a cobrar por la retahíla fuera de carta o los “especiales del día” pintados en la pizarra que no vienen registrados en el menú junto a la correspondiente cantidad de euros. Hace unos días me gané el desprecio de un mesonero cuando le sugerí que me chivara por cuánto nos iba a salir la carne que nos estaba ofreciendo. Aunque joven, el tipo es de esos de Madrid de toda la vida y mi grupo de amigas son clientes habituales de su local. “Es algo que tengo solo una vez al mes, algo especial”, decía, con el aspaviento castizo por excelencia: pecho hinchado, cabeza adelantada, palmas hacia adelante y expresión de “tu verás lo que haces”, para incidir en el agasajo que suponía sustituir el solomillo que habíamos pedido por una ternera que, según nos contaba, le traían de la Sierra. En un arranque de cautela, levanté las cejas y le pregunté “¿y de esto cómo se queda?, acompañando la interrogación con el gesto inequívoco de frotar índice y pulgar. Me miró como si le hubiera mentado a la madre, “yo a la gente que conozco la trato bien”, espetó. Yo solo quería calcular si el incremento en calidad iba a ser directamente proporcional a la subida de la cuenta, lo que no es nada malo, entra dentro de una estrategia comercial lógica: pides algo bueno, yo te ofrezco algo mejor y, si te cuadran las condiciones, Santas Pascuas. Pero él interpretó el movimiento ilustrativo de mis dedos como una acusación implícita. Nada más lejos de mi intención. 


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