Celler de la Ribera / La Catalana II





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Donde dije digo...

(kubelick dice)
Hay ciertas palabras que me gustan solo porque sí, independientemente de lo que significan. Entre comer y engullir, prefiero engullir como palabra; comer me gusta más como concepto. La primera imagen que me viene a la cabeza cuando oigo la palabra engullir es Luke Manofría en La leyenda del indomable, jaleado por su amigo, el orondo George Kennedy, ganando la apuesta de los 50 huevos. Probablemente porque fue viendo esa secuencia cuando comprendí el auténtico significado del concepto. Y se ha quedado como primera entrada a la que accede mi memoria de manera espontanea. Qué bien engullía Paul, maldita sea. Como nadie. Comer, sin embargo, es un concepto básico que entendemos desde que somos bebés de forma instintiva. Y, ya puestos, y obviando el agravio comparativo, qué bien come Brad Pitt en la trilogía Ocean’s (11, 12, 13); es lo único de las tres películas, por cierto, que permanece inmutable: lo bien que come Mr. Jolie.

Yo que suelo a venir aquí a vomitar palabras sobre lo que como, dónde, con quién y de qué manera, hoy me veo obligada a engullir mis propios conceptos. Y es que una ya no puede ni despotricar a gusto, jolín. Así no hay quien establezca teorías. Ni el capitalismo nos funciona ya. Qué confusión.
Estaba yo en Barcelona, en la Plaça de les Olles con ganas de picar algo y me encontré en la eterna tesitura de tener que elegir: restaurante tradicional con el típico cartel de casa fundada en tanto de tantos de nosecuantos, con camarero abuelete de sienes despejadas, o sitio modernete en pulcro blanco y negro, musculoca inmigrante con delantal y corte de pelo diseño.

Pues claro, derechita que me fui a la taberna de toda la vida huyendo del síndrome del plato cuadrado. Y a punto estaba de dejarme caer en la primera silla libre que vi cuando oigo (“oh cielos, ¿será a mí?”) que me chistean. Me doy la vuelta deseando con todas mis fuerzas que mi instinto hubiera fallado y que la musculoca resultase ser gayetero pero no cayó esa breva, claro, y hete aquí que era el vejete calvo quien bajo el letrero Restaurant La Catalana II negaba con la cabeza y me miraba con autosuficiencia.

“¿Qué vas a tomar?
” Me espetó con las manos a la espalda todo chulo borde y desabrido. Y yo de puro indignada no reaccioné a tiempo de soltarle “y a usted qué coño le importa”, que es la réplica perfecta en este tipo de situación. Me quedé a medio sentar, rodillas flexionadas y cara de idiota balbuceando “quería picar algo”. “En la terraza no se pica,” resumió sin mirarme, “se come”.

Mientras me cambiaba de sombrilla a la que cobijaba el velador contiguo, propiedad todo ello de Celler de la Ribera, Restaurant – Vinatería, pensaba en la importancia de los matices: matices para distinguir unos conceptos de otros y matices, también, a la hora de comunicarlos. Y oye, la caña, la parrillada de verduras con Romesco y, sobre todo, las palabras de la risueña musculocahola guapa, ¿qué te apetece tomar?” me sentaron estupendamente. Y durante todo el rato que eché allí la silla de La Catalana II que mi culo no llegó a tocar permaneció vacía ante la atenta mirada de señor de la puerta, que seguía reservando su derecho de admsión.


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