Spott





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Careto (super natural...) que intenta reflejar la mala leche que le entra 
a una cuando tiene que esperar cuarenta minutos para comer.

Me cuenta mi amiga Mariam que llevaba siglos queriendo ir al Vecchia Milano y que, animada por mi entusiasta post del Doce de Octubre, se fue con su hermana poco después a probar el plato del día. No le gustó nada. Fuera por las altas expectativas o porque ese día no estuvieron inspirados, se les atragantó el plato de pasta y la carrillada, la una insulsa y la otra demasiado dura. Sucede todo el tiempo. Con la comida, con el cine, con los viajes. El lunes por la mañana desgranas en la pausa del café la maravillosa película que viste el día anterior con razones de peso que justifican que se trata de una obra incontestable. Pues nunca falta el que te dice “huy, sí, la he visto: vaya coñazo”. Tu argumentación se va a la porra y, oyendo la otra parte, cualquiera diría que se trata de dos pelis distintas. Claro que solemos buscar el consenso entre la gente que nos gusta, la que nos cae bien, con la que tenemos cosas en común. Pero es imposible que todos los elementos estén sincronizados para repetir la misma experiencia una y otra vez.

Otro ejemplo. Zomas Osborn me aconsejó hace tiempo el Spott como un sitio donde tomarse una hamburguesa "perfecta" advirtiendo, eso sí, que el ambiente era “piji-snob de falsete”. Llevo dos tercios de vida intercambiando recomendaciones con Zomas y sé que en cuanto a cine tiene sus rarezas pero los dos sabemos lo que tiene que tener una hamburguesa para conquistarnos. Pues al final, ni el ambiente (agradable, con la cocina a la vista, muy chulo) ni la hamburguesa (rica y acompañada de forma original pero muy lejos de ser “perfecta”) tuvieron la culpa de que yo le haya echado la cruz al Spott. 

Según llegamos habían perdido la reserva y no sabían dónde sentarnos. De muy malas formas nos acoplaron en una mesa fuera del comedor, en la zona de aperitivos situada frente al gran ventanal. El que aparentaba ser el responsable del garito, un guapino con pinta de niño bien, se manejaba con una actitud autosuficiente y prepotente que dejaba claro que su actividad habitual no incluía servir mesas. Pero lo cierto es que, de forma bastante torpe, era él el encargado de organizar la sala. Pedimos una Cocacola y una Coronita y nos trajeron dos Carlsberg. Pedimos dos hamburguesas especiales y nos sorprendieron con un aperitivo de verduras en tempura muy rico que nos comimos, convencidos de que era un gesto de desagravio. Resultó que se habían equivocado y que el rebozado era el primer plato del menú degustación. En ambos casos nos trataron como si la culpa del error la tuviéramos nosotros. Cuarenta minutos después, llegó la hamburguesa. “Oye”, le pregunté al pijo, “¿esto es siempre así?”, con la única intención, lo juro, de echarle un capote y que tuviera la opción de justificarse. Sin perder una pizca de soberbia, reconoció que alguien “les había dejado tirados en el último momento” y que “habían tenido que improvisar”, cosa que es perfectamente entendible y que podría haber sido un perfecto rompehielos al principio, antes de que todo empezara a caerme muy muy mal.

Así que, cuando al poco quedé para tomar café con Zomas Osborn, tuve que decirle aquello de “¿te acuerdas del sitio que me recomendaste? Un horror, amigo”, sin poder echarle la culpa a una mala calidad de la comida o a un local que no daba la talla. Estoy convencida de que hay un montón de gente que ha tenido un momento estupendo en el Spott. No fue mi caso. 


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