Barney Greengrass



Tortas de Inés Rosales, en el extremo
derecho de la estantería marrón.
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En el escaparate de
Barney Greengrass hay un paquete de Tortas de Inés Rosales. Entre bolsas de pretzels y cajas de crackers, el “delicious snack” sevillano tiene un hueco en este carismático y centenario local, tan seguro de su identidad, que da la bienvenida a cualquier elemento que venga de fuera y tenga algo que aportar. Celebrando esta particularidad, Elvira Lindo, vecina del Upper West Side y cliente habitual, le dedica un bonito pasaje en su último libro, Lugares que no quiero compartir con nadie. Destaca también la escritora la variedad de historias de ficción que ha albergado este deli judío. Una de las más divertidas, a mi juicio, es el capítulo de 30 Rock titulado La Burbuja. En él, Liz Lemon queda para comer en Barney Greengrass con su nuevo novio, el Dr. Drew Baird, un hombre tan guapo que todo el mundo le pasa por alto defectos y extravagancias intolerables:

El comercio está dividido en dos zonas. Junto a la entrada, la tienda, con mobiliario de metal cromado, estilo años cincuenta, y dos inmensos mostradores repletos de bagels, bialys, frutas, conservas, encurtidos, embutidos y salazones para llevar. A la izquierda, el comedor, mesas y sillas de madera forradas de sky verde oscuro y paredes cubiertas con un mural que parece representar la Nueva Orleans de principios del XX; de nuevo, un elemento fuera de lugar que, sin embargo, no desentona en absoluto. Nos toca el camarero buenmozo, un cruce de Zachary Levy y Sacha Baron Cohen, que nos explica que Barney Greengrass es el rey del esturión, un pescado apodado el bacon del océano de tan sabroso como es. Decido probarlo al estilo de la casa, revuelto con huevos y cebolla, y acompañado por un bagel de semillas de amapola untado en cream cheese: un opíparo brunch desde cualquier punto de vista. 

“Spanish?” En la caja, al cobrarme, Gary Greengrass, el nieto del fundador, me suelta un chascarrillo tematizado: “¿No crees que las obras de Gaudí se parecen a las casas de los Picapiedra?”


Nos gusta tanto que volvemos un par de días después, esta vez, a la hora del almuerzo. En la mesa de al lado, tres hombres y una mujer, conversan mientras toman sus matzo soup. Aunque son discretos, se nota que los varones están embelesados con la chica: menuda, sin maquillar, con el pelo castaño y liso. Los cuatro parecen una versión contemporánea e indolora de La Cafetería, el cuento de Bashevis Singer, en el que los señores de los años cincuenta agasajaban y escuchaban el yiddish con acento de la delicada superviviente Esther, desconociendo la profunda perturbación que se escondía tras sus ojos color avellana.


Frangus





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El frango no churrasco es una delicia gastronómica muy difícil de encontrar fuera de Portugal. Ya ves tú, que tontería, dirá alguno, no es más que pollo a la parrilla: nada más lejos de la realidad. Eso que los lusos echan a las brasas son especímenes extraordinarios, tan pequeños y tiernos que, si te pilla con buen saque, puedes ventilarte uno entero sin pestañear. Además está el sabor: da igual que lo degustes en el centro de Lisboa o en una terraza algarvía, siempre tendrás la sensación de que acaban de asártelo con leña en mitad del campo.
Paulo me chivó el viernes por la tarde que habían abierto en su barrio un take away especializado en comida portuguesa que se presentaba bajo el nombre de Frangus. He tardado menos de cuarenta y ocho horas en probarlo, de tantas ganas como tenía. Los hay mejores, desde luego, pero en el país de los ciegos, ya se sabe. A partir de ahora tengo un imprescindible para esos domingos de chuparse los dedos; tan tierno, sabroso y barato como debe ser, con o sin piri piri. El local de Ribera de Curtidores es perfecto, además, para solucionar el almuerzo después de ir al Rastro.   



Xi’an Famous Foods






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Como todos sabemos, cuanto más cutre sea el restaurante chino, mejor estará la comida. A la sucursal de Xi’an Famous Foods de St. Mark's Place no le falta detalle: una docena de sillas descascarilladas y mal distribuidas, halógenos propios de una morgue de barrio marginal y una cocina al fondo que, como las pelis de miedo, provoca atracción y repulsión a partes iguales: la miras de hito en hito con la certeza de que, en cualquier momento, verás algo que te helará la sangre.
Junto a la mugrienta mampara, tomando comandas y cobrándolas, está Jason Wang, el heredero de esta franquicia que, quince años después de su fundación, ya cuenta con cinco locales en Nueva York. Lejos de vivir de las rentas, el joven de 23 años, recién graduado en Económicas, planea seguir expandiendo el negocio familiar. 
Alguien me dijo hace tiempo que la comida de la provincia china de Xi’an, picante y muy especiada, tenían un toque árabe. Lo recordé al probar los Spicy Cumin Lamb Noodles, el plato estrella que Jason te cambia por $7,00. La mezcla de cordero y cominos remite, indefectiblemente, al Mediterráneo. Mientras intentaba calmar con cerveza el palpitar de las paredes de mi boca (corrijo: la comida es MUY picante), pensaba en los coetáneos de Marco Polo: ¿a cuántos puñados de granos ascendería la permuta que aquel primer aventurero de Constantinopla estableció con un comerciante chino por un metro de seda?. “Esto se lo echas al cordero y te queda, ¡bah!, para chuparse los dedos”, le diría para regatear. Tenía razón el turco. El celebérrimo y televisivo chef Anthony Bourdain ha confesado que está enganchado a esta mezcla tan globalizadora, a la receta casera e informal (más que noodles es pasta cortada a jirones con pegotes de carne) de Xi'an Famous Foods. Yo también lo estoy.